Marta Sanz, El frío. Caballo de Troya;
enero de 2012. Primera edición, 2005, en Mondadori
Una de las grandes felicidades de los libros es cuando
encuentras en uno ecos de otro; o de otros. Esta vez, además, se me ha
producido casi consecutivamente entre el del día 1943, de Fleur Jaeggy, y este
de Marta Sanz. Son dos escrituras claramente de mujer: en el primer caso, de
una joven que pasó de los 8 a los 17 años en internados de señoritas y ya no
supo salir del mundo de mujeres; en el segundo, el desamor de una mujer tenaz.
Tenía en el de Jaeggy un subrayado que no copié, sobre el
lamento por la pérdida de la fuerza mental de los 8 años; vuelvo a encontrar
eso en el de Sanz. Cada autora con su estilo, su contexto: pero la misma idea.
Fleur Jaeggy (pp.
18-19)
«La señora Hofstetter me llamó a
su despacho. Era ancha como un armario, con traje de chaqueta azul, camisa
blanca y un alfiler. Me amenazó. Le dije que era solo un pariente. En realidad:
la madre del pariente le había escrito justamente recomendando que estuviesen
atentos para que no le viese. Fingí llorar. Ella se conmovió. ¿Adónde había ido
a parar toda la fuerza que tenía a los ocho años, la seguridad, el autocontrol?
[...] Una mañana, el desayuno era fragante, mojé el pan en la taza. La
directora, después de golpearme la mano con que mojaba el pan, me hizo poner de
pie. A los ocho años habría agarrado la taza y la habría lanzado sobre la cara
de la directora.»
Marta Sanz (p.
69)
«Otra vez tenías razón. Yo era
mejor que ahora, nada de fuera podía herirme, criatura depredada, niña de los
siete años que hoy me provoca pesadillas porque ya no tengo tanta fuerza. [...] Abajo el cerco
protector, la construcción de ficciones. Dijiste “estoy aquí” y yo perdí la
capacidad antigua de transmitir desde dentro. Porque quería salir de los
sótanos, creyendo que al otro lado estaba la luz, perdí la manera de mirar.»
Aunque
recuerdo algunos ejemplos de escritores que se apenan por la pérdida de la
fuerza de la infancia, pero no es lo mismo: en los hombres es una pérdida entre
ganancias. En la mujer, según estas dos autoras, es una dación de la fuerza.
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Esto
es lo que dice Wikipedia de Marta Sanz:
De su última novela, Un buen detective no se casa jamás, se ha dicho que "...es un libro lúcido y rabioso, extraño y exigente, muy exigente. Toda una experiencia que se atreve a meterse en mil charcos y asumir mil riesgos."[5] Y también que "La novela, que renuncia a ser convencional, se lee con avidez y crecido interés precisamente por la confianza que te da saberte ante alguien que se ha tomado su reto literario con mucha seriedad..."
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Esta novela contiene 35 capítulos numerados. Los impares están narrador en
primera persona, como una queja larga y razonada a veces, otras veces
delirante, no solo por su abandono, sino por cómo se sintió tratada en la
relación: ninguneada con su aceptación. Los capítulos pares los narra un autor
omnisciente, en tercera persona, y son la historia de Miguel, él, que está en
un centro psiquiátrico de internamiento. Un artista del dibujo. La narración en
tercera persona cuenta también su relación con Blanca, la enfermera.Podría parecer que esa queja puede hacerse pesada, pero sucede (quizá por la pausa de los capítulos pares) todo lo contrario: la queja cobra tanta velocidad que la terminé leyendo como si se tratara de un thriller.
(pp. 115-116)
«Parece que todos los hombres hayáis estudiado en
el mismo colegio de curas. Sois tan clementes, misericordes, tenéis es
camaradería tan vuestra que nos da la espalda, que pocas veces nos deja
penetrar en vuestra jerga de niños y lagartijas sin rabo, en esas
conversaciones de razón pura y negocios que terminan siendo el reflejo del
cromo que se ha cambiado, de las pajas que te has hecho con miedo a quedarte
paralítico, de las chicas que se dejaban meter o no mano en el cine.
Y para qué tanto meter la mano donde no debíais
si en el fondo estabais deseando ver a Pepe que os llevaba a pescar y os
enseñaba los diferentes tipos de anzuelos.
[...]
Parecéis tan estúpidos y en realidad sois tan
listos. Hacéis de todas nosotras una logia de misóginas que únicamente piensan
en la rivalidad. Nos enzarzáis y nos dejamos. Después permanecéis al margen de
la lucha, de la soledad que jamás compartimos con otra mujer.»
(p. 106; capítulo impar, de ella, pero narrado en
tercera persona, porque no es una queja de ella, sino de sucesos entre los dos)
«Olvidar que, después de haber
ido a verte, relegar los libros propios en el fondo de un armario,
probablemente estará encerrada el fin de semana.
Cuando él no está en clase,
llega a la casa y duerme y entonces ella no se atreve a tocarle para no
despertarle, es tan feliz cuando duerme que no importa que ella tenga el
clítoris de punta y una gran necesidad de que la abracen. La muchacha se retira
a la sala de una casa con ratones y lámparas de cristal y polvo. Habitaciones
donde huele a ceniza y tabaco negro requemado, colilla a medio apagar y sábanas
sucias.
Ella recuerda alacenas de
madera donde el chico guarda recortes agusanados de jamón para hacer tortillas,
habas, cacerolas monstruosas de espagueti que maten el hambre.
El chico le dice muchas veces
a ella que no tiene dinero, que no puede salir por las noches, ni ir a verla a
su ciudad, que el dinero solo le da para comer los menús universitarios.
Y ella mira detrás de las
puertas y encuentra telas nuevas y cajas de colores y aparatos aerográficos y
llega a pensar qué extraña y selectiva es la mezquindad.»
(pp. 129-30)
«Siempre has hecho lo que te daba la gana. Te
tenías que marchar y te marchabas. Nada nunca te hizo cambiar de idea. Ya estoy
harta de tus decisiones. No sé si mi voluntad es más fuerte, pero aun así hoy
entras en la parte inconsistente de mi biografía.
Porque nunca más soportaré a un imbécil que se
crea que ha sido el primero en descubrir que siempre hay que estar en
funcionamiento, viviendo, atravesando países, bebiendo absenta y fumando hachís
de importación, bailando por bailar, viendo amaneceres por verlos, aguantando
colas para escuchar a hombres que rasgan guitarras o puntean mandolinas,
conociendo a personas que te cruzas por la calle, oyendo a predicadores de
plaza, discursos de tres duros que se elevan a la categoría de lo eternamente
respetable, dándonos besos con gente que hace mimo en los parque públicos,
consolando a taberneros llenos de problemas conyugales, deudas, ludopatías,
asistiendo a exposiciones llenas de chicas con las uñas marrones y el pelo
color vino burdeos que pintan manchas o esculpen úteros que jamás terminarán de
llenarse, charlando, oyéndote contar la triste historia de tu madre, abriéndome
forzosamente, comiendo conejo, callando cuando todo me parecía absurdo, maquillándome los ojos de
morado, subiendo en bicicleta a fiestas de pueblos en la cima de una montaña,
de noche, teniendo que creer que todas las flores de la montaña se te habían
hecho mariposas.
[...]
Siempre existen preferencias dentro de las
excentricidades y a ti te hubiera gustado más bañarte desnudo a la luz de la
luna bajo la peligrosa mirada de un policía, que sencillamente bañarte conmigo
a la luz de la luna. Pero todo eso me interesa ya una mierda.»