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[Once meses sin aportar nada es demasiada vaguería. Quizá lo dejé porque lo que leo no suele estar en las mesas de novedades. ¿Qué importa?, me he dicho esta mañana. Esto es algo íntimo. Todo lo más, para curiosos].

jueves, 25 de octubre de 2012

Día 1942. “El frío”, de Marta Sanz



Marta Sanz, El frío. Caballo de Troya; enero de 2012. Primera edición, 2005, en Mondadori

Una de las grandes felicidades de los libros es cuando encuentras en uno ecos de otro; o de otros. Esta vez, además, se me ha producido casi consecutivamente entre el del día 1943, de Fleur Jaeggy, y este de Marta Sanz. Son dos escrituras claramente de mujer: en el primer caso, de una joven que pasó de los 8 a los 17 años en internados de señoritas y ya no supo salir del mundo de mujeres; en el segundo, el desamor de una mujer tenaz.

Tenía en el de Jaeggy un subrayado que no copié, sobre el lamento por la pérdida de la fuerza mental de los 8 años; vuelvo a encontrar eso en el de Sanz. Cada autora con su estilo, su contexto: pero la misma idea.

Fleur Jaeggy (pp. 18-19)

«La señora Hofstetter me llamó a su despacho. Era ancha como un armario, con traje de chaqueta azul, camisa blanca y un alfiler. Me amenazó. Le dije que era solo un pariente. En realidad: la madre del pariente le había escrito justamente recomendando que estuviesen atentos para que no le viese. Fingí llorar. Ella se conmovió. ¿Adónde había ido a parar toda la fuerza que tenía a los ocho años, la seguridad, el autocontrol? [...] Una mañana, el desayuno era fragante, mojé el pan en la taza. La directora, después de golpearme la mano con que mojaba el pan, me hizo poner de pie. A los ocho años habría agarrado la taza y la habría lanzado sobre la cara de la directora.»

Marta Sanz (p. 69)

«Otra vez tenías razón. Yo era mejor que ahora, nada de fuera podía herirme, criatura depredada, niña de los siete años que hoy me provoca pesadillas porque ya no tengo tanta fuerza. [...] Abajo el cerco protector, la construcción de ficciones. Dijiste “estoy aquí” y yo perdí la capacidad antigua de transmitir desde dentro. Porque quería salir de los sótanos, creyendo que al otro lado estaba la luz, perdí la manera de mirar.»

Aunque recuerdo algunos ejemplos de escritores que se apenan por la pérdida de la fuerza de la infancia, pero no es lo mismo: en los hombres es una pérdida entre ganancias. En la mujer, según estas dos autoras, es una dación de la fuerza.


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Esto es lo que dice Wikipedia de Marta Sanz:

Doctora en Literatura Contemporánea por la Universidad Complutense de Madrid, su tesis se trató sobre La poesía española durante la transición (1975-1986). La carrera literaria de Marta Sanz comenzó cuando se matriculó en un taller de escritura de la Escuela de Letras de Madrid y conoció al editor Constantino Bértolo, quien publicó sus primeras novelas en la editorial Debate. Quedó finalista del Premio Nadal en 2006 con otra novela: Susana y los viejos. En su novela La lección de anatomía (RBA, 2008) utilizó su propia biografía como material literario. En la novela negra Black, black, black (Anagrama, 2010) creó el personaje del detective homosexual Arturo Zarco, que recuperó en su novela Un buen detective no se casa jamás (Anagrama, 2012).[]
De su última novela, Un buen detective no se casa jamás, se ha dicho que "...es un libro lúcido y rabioso, extraño y exigente, muy exigente. Toda una experiencia que se atreve a meterse en mil charcos y asumir mil riesgos."[5] Y también que "La novela, que renuncia a ser convencional, se lee con avidez y crecido interés precisamente por la confianza que te da saberte ante alguien que se ha tomado su reto literario con mucha seriedad..."

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Esta novela contiene 35 capítulos numerados. Los impares están narrador en primera persona, como una queja larga y razonada a veces, otras veces delirante, no solo por su abandono, sino por cómo se sintió tratada en la relación: ninguneada con su aceptación. Los capítulos pares los narra un autor omnisciente, en tercera persona, y son la historia de Miguel, él, que está en un centro psiquiátrico de internamiento. Un artista del dibujo. La narración en tercera persona cuenta también su relación con Blanca, la enfermera.
Podría parecer que esa queja puede hacerse pesada, pero sucede (quizá por la pausa de los capítulos pares) todo lo contrario: la queja cobra tanta velocidad que la terminé leyendo como si se tratara de un thriller.

(pp. 115-116)
«Parece que todos los hombres hayáis estudiado en el mismo colegio de curas. Sois tan clementes, misericordes, tenéis es camaradería tan vuestra que nos da la espalda, que pocas veces nos deja penetrar en vuestra jerga de niños y lagartijas sin rabo, en esas conversaciones de razón pura y negocios que terminan siendo el reflejo del cromo que se ha cambiado, de las pajas que te has hecho con miedo a quedarte paralítico, de las chicas que se dejaban meter o no mano en el cine.
Y para qué tanto meter la mano donde no debíais si en el fondo estabais deseando ver a Pepe que os llevaba a pescar y os enseñaba los diferentes tipos de anzuelos.
[...]
Parecéis tan estúpidos y en realidad sois tan listos. Hacéis de todas nosotras una logia de misóginas que únicamente piensan en la rivalidad. Nos enzarzáis y nos dejamos. Después permanecéis al margen de la lucha, de la soledad que jamás compartimos con otra mujer.»
(p. 106; capítulo impar, de ella, pero narrado en tercera persona, porque no es una queja de ella, sino de sucesos entre los dos)
«Olvidar que, después de haber ido a verte, relegar los libros propios en el fondo de un armario, probablemente estará encerrada el fin de semana.
Cuando él no está en clase, llega a la casa y duerme y entonces ella no se atreve a tocarle para no despertarle, es tan feliz cuando duerme que no importa que ella tenga el clítoris de punta y una gran necesidad de que la abracen. La muchacha se retira a la sala de una casa con ratones y lámparas de cristal y polvo. Habitaciones donde huele a ceniza y tabaco negro requemado, colilla a medio apagar y sábanas sucias.
Ella recuerda alacenas de madera donde el chico guarda recortes agusanados de jamón para hacer tortillas, habas, cacerolas monstruosas de espagueti que maten el hambre.
El chico le dice muchas veces a ella que no tiene dinero, que no puede salir por las noches, ni ir a verla a su ciudad, que el dinero solo le da para comer los menús universitarios.
Y ella mira detrás de las puertas y encuentra telas nuevas y cajas de colores y aparatos aerográficos y llega a pensar qué extraña y selectiva es la mezquindad.»

(pp. 129-30)
«Siempre has hecho lo que te daba la gana. Te tenías que marchar y te marchabas. Nada nunca te hizo cambiar de idea. Ya estoy harta de tus decisiones. No sé si mi voluntad es más fuerte, pero aun así hoy entras en la parte inconsistente de mi biografía.
Porque nunca más soportaré a un imbécil que se crea que ha sido el primero en descubrir que siempre hay que estar en funcionamiento, viviendo, atravesando países, bebiendo absenta y fumando hachís de importación, bailando por bailar, viendo amaneceres por verlos, aguantando colas para escuchar a hombres que rasgan guitarras o puntean mandolinas, conociendo a personas que te cruzas por la calle, oyendo a predicadores de plaza, discursos de tres duros que se elevan a la categoría de lo eternamente respetable, dándonos besos con gente que hace mimo en los parque públicos, consolando a taberneros llenos de problemas conyugales, deudas, ludopatías, asistiendo a exposiciones llenas de chicas con las uñas marrones y el pelo color vino burdeos que pintan manchas o esculpen úteros que jamás terminarán de llenarse, charlando, oyéndote contar la triste historia de tu madre, abriéndome forzosamente, comiendo conejo, callando cuando todo me parecía absurdo, maquillándome los ojos de morado, subiendo en bicicleta a fiestas de pueblos en la cima de una montaña, de noche, teniendo que creer que todas las flores de la montaña se te habían hecho mariposas.
[...]
Siempre existen preferencias dentro de las excentricidades y a ti te hubiera gustado más bañarte desnudo a la luz de la luna bajo la peligrosa mirada de un policía, que sencillamente bañarte conmigo a la luz de la luna. Pero todo eso me interesa ya una mierda.»

Cierto que no he puesto párrafos de la historia de Miguel, porque esto se habría hecho eterno. También, quizás, porque soy varón y en el fondo Miguel me resulta romántico... aunque me alegra que ella lo ponga a la altura merecida. En los capítulos impares, como en los pares, la riqueza del uso del castellano es un valor añadido.

2 comentarios:

  1. Bueno, primero, deseo que estés mejor de tu bronquitis.

    Busco el aire, que siempre se acaba,
    como los pescados.
    Busco a mamá, que siempre se acaba,
    como los pescados.

    Este poema lo he encontrado en la red, es de Marta S.

    No he leído la novela y sí cosas de esta escritora que por lo que cuentas me parece muy buena, es una mirada la suya: escudriñadora, busca bien dentro y encuentra.

    Creo que la clave de esa observación la has dado tú mismo al principio: "en los hombres es una pérdida de ganancias" por regla general os cuidan desde la cuna y, al menos en nuestra generación, os seguís sintiendo cuidados.

    Para mí la clave está en el "cuidado" y sus respuestas varían, claro, pero observando a los jóvenes, que menos mal van teniendo una actitud más de compartir los mismos, incluso, hay atisbos de esa búsqueda primigenia, cosa que en nosotras no pasa por el hecho de la maternidad y vuelta al ciclo...

    Pues eso, a cuidarse.

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  2. Sí, a cuidarse uno mismo y cuidar a otros. Ya pasó el tiempo en que eso nos "feminizaba"... pero queda tanto.

    Marta Sanz es soberbia como narradora, pero fíjate que, sabiendo que tenía libros de poemas, no los había leído. Lo que me pones de ella hace que vaya a buscarla, por lo menos, y para empezar, en Internet.

    Gracias y un abrazo

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