John Banville, Imposturas.
Anagrama; 2005. Traducción de Damián
Alou. 280 páginas. Título original, Shroud;
primera edición original, 2005
Para no tener que spoilear la
historia, pero explicar el sentido de esta exploración de conciencia y vida,
copio el resumen de la contraportada:
«Alex Vander es un prestigioso
filósofo y académico belga que, poco después de la Segunda Guerra Mundial,
emigró a Arcadia, que es como él llama a los Estados Unidos, y a la prestigiosa
Universidad de California, donde se ha hecho célebre. Un día recibe una carta
de una desconocida que le dice que ha estado en Amberes y sabe quién es él. Y
Alex Vander, que ha construido toda su obra –o la ha deconstruido– para renegar
de la prisión del Yo, comienza a temblar. Porque él no es quien dice ser, y ha
pasado toda su vida en el temor y el temblor del descubrimiento, en la
impostura. Decide conocer a su corresponsal y para ello acepta una invitación a
un congreso en Turín. Se encuentran, y él, que no es él, descubre que ella
tampoco es ella. O al menos, que no es la vieja y vengativa académica que había
imaginado, sino una extraña joven, Cass Cleave, ferviente lectora de sus
libros. Y Vander y Cass comienzan una peculiar relación , ambos absolutamente
extranjeros de sí mismos: Vander, apresado por la impostura, la minuciosa
construcción de una identidad falsa, y quizá por las ignominias del pasado;
Cass, en la trampa de la enfermedad mental, del insoportable amor por su
padre.»
De la habitual tralla contraportaderil
de críticos-escritores prestigiosos que han hecho críticas del libro, en contra
de lo habitual voy a poner dos, por el respeto que siento por ellos, pero sobre
todo porque centran en pocas palabras algo que a mí me costaría más y estoy
totalmente de acuerdo con lo que dicen, refiriéndose uno al fondo, y el otro al
estilo:
«Banville es grande porque
desciende al fondo más oscuro de la existencia, se enfrenta a la medusa sin
nombre de la abyección y de la tragedia, pero conserva una profunda,
indestructible humanidad (Claudio Magris, Corriere
della Sera)
Una frase tan devaluada como
“maravillosamente bien escritas” recupera todo su valor cuando nos referimos a
las novelas de John Banville. Es un maestro, y su prosa es un deleite incesante
(Martin Amis)»
*****
He recuperado la crítica del
libro que hizo Rodrigo Fresán el 2 de abril de 2005, con el título La belleza del monstruo. Enmarca la
novela en la obra de Banville y, sobre todo, como una segunda parte de Eclipse, donde “el actor retirado Alex
Cleave invocaba una y otra vez la figura de una hija académica "con
problemas": la elusiva figura de Cassandra Cass Cleave”.
Añade después dos frases: “De ahí que, en numerosas
oportunidades, se haya dicho que Banville es un escritor difícil o para
escritores” y, líneas abajo, añade que “es verdad que Banville no hace
concesiones a un lector cómodo”. Dejo aquí a Fresán y me refiero a mi impresión
personal de la lectura.
De acuerdo en que no es
“cómodo”, pero tampoco es “difícil”. Para leerlo, he tenido que armarme de
lápiz y papel. El libro tiene 3 partes y cada una de ellas está subdividida,
sin subtítulo algunos, en pequeñas secciones (separación de un espacio de
varias líneas) y secciones capitulares (se interrumpe la narración en la página
par y recomienza en una impar con un espacio superior de un 25% de página.
La primera parte tiene 17
secciones, de las que 4 son capitulares; la segunda tiene 10 secciones, ninguna
capitular; y la tercera tiene 12, dos de ellas capitulares. Sin este pequeño
esfuerzo de “marcaje”, a alguien como yo es posible que por fallo de memoria se
le escape la “estructura”. Además, y por el mismo motivo, una vez leída cada
sección, yo mismo la “titulaba” a lápiz.
No será “cómodo”, pero tampoco
requiere un esfuerzo descomunal. La única “dificultad” ha consistido en saber
quién “habla” en cada sección, porque no siempre se sabe desde las primeras
líneas. También lo he hecho y, con todo lo dicho, la lectura se convierte en un
gozo constante. Hay referencias culturales. Cass es Casandra, y Alex se
considera a sí mismo una figura arlequinesca; conviene saber quiénes fueron los
modelos.
Ahora ya todo es placer:
sumergirte en las profundidades de lo humano que en nuestra vida cotidiana nos
pasan desapercibidas (la belleza del monstruo de la que hablaba Fresán) y
disfrutar de un estilo que, en sí mismo, es una muestra de impostura: resulta
deliciosa la sensación de “no saber” siempre el nivel de credibilidad de lo que
los personajes te están contando; la sensación de que debes permanecer alerta y
de que, mientras lees, no hay otro mundo que el libro que estás leyendo
(admirado de la capacidad del autor).
Y desde luego, subrayar
enloquecidamente los párrafos que en ese momento te parecen especialmente
brillantes, o llaman a puertas oscuras dentro de ti mismo.
Primero copio uno porque es como
una clave que da el autor del estilo del libro: «la verosimilitud se halla en
los detalles, ésa era la lección que había aprendido sobre las rodillas de un
maestro». A continuación copio una pequeña selección de párrafos subrayados,
como prueba de todo lo que he dicho.
«Está claro que les intereso.
Quizás lo que les llama la atención es que mi aspecto les recuerda la commedia dell’arte: mi mirada tuerta es
iracunda, y esa cojera cómica, el bastón y el sombrero ocupando el lugar del
garrote y la máscara de Arlequín. No parece importarles que esté loco. Pero
tampoco estoy loco de verdad, es solo que soy muy, muy viejo» (p. 11)
«No, no lo haría [huir], no le
daría la satisfacción de oír las pisadas y los traspiés de mi pie de barro al
huir. Mejor enfrentarme a ella, reírme de las acusaciones... ¡ja! Le mentiría,
por supuesto; la mendacidad es mi segunda, no, mi primera naturaleza. Toda la
vida he mentido. Mentí para escapar, mentí para ser amado, mentí por conseguir
una posición y poder; mentí para mentir. Era una manera de vivir; por algo
riman mentir y vivir. Y ahora mis primeros ejercicios en ese arte, mis
falsedades de aprendiz, se vuelven contra mí para destruirme.» (p. 17)
«Eché la cabeza hacia atrás
sobre el plástico pringoso del asiento y volví a cerrar los ojos. En la
oscuridad fluían las preguntas de siempre. ¿Qué sé? Ahora menos que ayer. El
tiempo y la edad no me han traído sabiduría, como se supone, sino confusión y
una incomprensión cada vez más generalizada, donde cada año se deposita otra
capa de nesciencia. ¿Qué sé?» (p. 25)
«Los Estados Unidos, en la
pantalla, me habían resultado mucho más familiares que las calles de la ciudad
donde nací y viví. Y así, en Nueva York, el Nueva York real, fue como escogí
presentarme, como un personaje salido de las películas, con un grueso
cigarrillo en los labios y un vaso de bourbon en la mano. E incluso lo
acompañaba con el vestuario completo: sombrero flexible marrón, terno ajustado
y zapatos de dos colores. Oh, sí, menuda pinta tenía. El intelectual como un
tipo duro, esa era la moda de la época. Lo único que me faltaba era una
acompañante, una tía buena, disoluta y bebedora, y tan dura como se suponía que
yo era. La gente se quedaba de una pieza, sobre todo las chicas, cuando resultó
que la mujer que elegí para ser mi chati, mi compañera, fue la dulce, callada e
inexpresiva Magdalena.» (p. 47)
«No soy el primero en cantar los
placeres de la vida en Londres durante la guerra. No me refiero a esa nueva y
cálida sensación de de solidaridad que se supone que todo el mundo
experimentaba, ni a mantener la moral ni el fuego del hogar ni todas esas
chorradas; no, a lo que me refiero es al libertinaje, voluptuoso y lánguido,
con cierto tufillo a azufre, que se nos concedía debido a la posibilidad de una
muerte inminente, indiscriminada y violenta. Vivir ahí con Lady Laura y su
dinero era como hallarse a bordo de un transatlántico fuera de control e
irremediablemente a la deriva, a bordo del cual, son embargo, se observa
puntillosamente el indulgente decoro de un crucero de lujo. ¿Qué más daba que
en el puente estuviera borracho y que abajo, en las sentinas, la tripulación
estuviera jodiendo frenéticamente? A pesar de las bombas y de los rumores de
las bombas, a pesar de las estrecheces y las fastidiosas restricciones de la
vida cotidiana, revoloteábamos, mi pequeña amante y yo, de bar en bar, de club
en club, de fiesta en fiesta, como un par de inconscientes, y no podíamos ser
más felices.» (p. 196)
«No sé decir cuándo exactamente
me convertí en Alex Vander, quiero decir cuando comencé a pensar en mí como él,
y no ya como yo. ... A lo mejor no es posible identificar el momento concreto
de la decisión. ¿Acaso, en incontables ocasiones, cada día, no nos introducimos
sin esfuerzo en otros yos sin darnos cuenta?» (pp. 197 y 198)
«Algunas cosas, cosas reales,
parecen ocurrir no en el mundo, sino en ese espacio vacío que existe entre la
realidad y la mente que lo capta; el ojo registra el hecho, pero el entendimiento
va rezagado.» (p. 243)
«Los muertos, sin embargo,
tienen su voz.» (p. 278)
Cuando te sumerges en un libro de los llamados difíciles es una sensación que no olvidas, a mí me ocurrió con la Rayuela de Cortazar o el Pedro Páramo de Rulfo, además su lectura, me refiero ahora a los escritores más contemporáneos, estimula y para quien guste de escribir es una buena fuente de ideas, pero todo esto ya lo sabes.
ResponderEliminarBuen finde.
Que lo sepa, ISABEL, no quita que me guste también saber que lo compartimos. Los libros difíciles no se deben recomendar, pero tienen sus lectores. Un abrazo
ResponderEliminar¿Puedo dar mi opinión de lo que he leído?
ResponderEliminarEspero no molestar a nadie en este sábado tranquilo.
"tralla contraportaderil" es lo que más me ha alegrado. Y lo que menos me gustó, el comentario de los respetables críticos-escritores, porque en mi pequeña opinión no se dirigen a "las personas", sino a ellos mismos.
Sr. semivago procesional, se explica Ud. muy bién y si me animo a leer el libro y no entiendo nada, volveré aquí para buscar sus anotaciones y subrayados como el párrafo de la página 25.
Gracias y un abrazo
Para eso estamos, JONHANCOME, para opinar. No comparto tu juicio sobre esos dos escritores, porque para mí sus frases han sido iluminadores. Pero no pasa nada, ¿ves?; el sábado sigue siendo tranquilo. (Si exceptuamos que lavé las camisetas y los pantalones negros con un paquete de pañuelos de papel blanco en un bolsillo: desesperación de puntos de nieve adheridos a la ropa).
ResponderEliminarAprovecho para decir aquí que no lo sabía y me he enterado por Babelia. Banville cierra la trilogía de Cass y se publica en Alfaguara el tercero de los libros, Antigua luz. Ahora tendré que leerlo.
Pero ha sido absoluta casualidad.