Don DeLillo, El ángel
Esmeralda. Seix Barral Biblioteca Formentor; edición española de 2012.
Traducción de Ramón Buenaventura.
Estos nueve relatos son los únicos que ha publicado, una
escasa cosecha para un novelista prolífico. Supongo que serían experimentos
buscando una voz para una novela y le salieron tan redondos, o bien se agotaron
en sí mismos, cerrándose a cualquier extensión: por eso son tan pocos.
He leído de él 3 novelas y tengo la seguridad de que leeré
más (de hecho, ya tengo Americana en
la mesa de “en espera pronta”). Pero con este libro tenía un conflicto, porque
una amiga de la que me fío lo rechazó. Por una parte, ese rechazo (las
coincidencias nunca son al 100%), por otra, mi placentera experiencia como
lector suyo. O la frase de Paul Auster: «Nadie escribe mejor que Don DeLillo».
O lo que escribió Martin Amis en The New
Yorker sobre esta colección de cuentos: «DeLillo es el maestro del terror,
del terror moderno o posmoderno, y de la forma en que se cierne y brilla en
nuestras mentes subconscientes. Los dioses han dotado a DeLillo con las antenas
de un visionario. Hay un lado derecho y un lado izquierdo. Pero el viene de un
tercer lado, oblicuo, transversal. Me encanta El ángel Esmeralda».
Por si fuera poco, el traductor es Ramón Buenaventura, de quien puse en este blog 11 crónicas suyas
sobre su traducción de Las correcciones
de Franzen.
Además, mi gran genio, David Foster Wallece, dice maravillas
sobre este autor.
Así que leí y releí estos relatos con la convicción de que
mi amiga se equivocaba. Y se equivocó... o no. Porque hay autores que gustan
especialmente a los lectores en los que provoca adicción ver (o no ser capaces
de ver) cómo han cosido las historias.
Mi conclusión, que anticipo, es que es como esos grandes
maestros del Zen que pueden tirar una piedra en una laguna sin que se formen
ondas en la superficie. (Si esos maestros solo existen en el imaginario, por
suerte DeLillo existe en la realidad.
***
El libro tiene tres partes, diferenciadas por las fechas de
escritura. Advierto que he subrayado muy poco, quizá porque la escritura es tan
natural que es como estar contemplando una escena. Ninguna apreciación que
pretenda ser inteligente, o mostrar algo sobrenatural. Como mucho, los
subrayados se deben a una relectura del párrafo que revelaba esa técnica de lo
natural.
En la primera, dos relatos, Creación, de 1979. Forma parte de lo que escribía Amis del terror
posmoderno. Te das cuenta que avanzamos con seguridad sobre el filo de una
navaja, inconscientes de que podemos ser traicionados en cualquier momento por
quien tenemos más cerca. Después, Momentos
humanos de la Tercera Guerra Mundial, en el que dos astronautas, de
psicología muy diferentes, conviven en una nave desde la que participan en esa
guerra. En ningún momento se menciona lo que está sucediendo en el Planeta,
pero la vida sigue, absurda, en el espacio. Un subrayado de las pp. 31-32 por
el modo genial de dar información, muy brevemente, incluyendo ambiente y atmósfera:
«Esta es mi tercera misión
orbital, la primera de Vollmer. Es un genio de la ingeniería, un genio de la
comunicación y del armamento, y quizás otras modalidades de genio también. Como
especialista en misiones me conformo con estar a cargo de ellas. (La palabra
especialista, tal como la utiliza normalmente el Mando de Colorado, se aplica a
quienes no tienen especialidad)».
Otro de la página 36. Este abre en canal la forma de pensar
(experimentar la vida) de los dos personajes, Vollmer y el narrador. Casi no es
escritura de ficción, sino el informe de una situación que te permite conocer
el pasado de los dos personajes.
«A su manera, directamente y
sonando como si dijera estupideces, el joven Vollmer afirma que la gente no
está disfrutando con esta guerra tanto como siempre ha disfrutado y se ha
nutrido de la guerra en cuanto intensidad enaltecedora, periódica. Lo que más
rechazo de Vollmer es que muchas veces expresa mis convicciones más hondas y
ocultas, las que sostengo más a regañadientes. Viniendo de ese rostro suave, en
esa voz sostenida, seria y resonante, esas ideas me descorazonan y preocupan
como nunca lo hacen cuando quedan sin decir. Yo quiero que las palabras sean
secretas, que permanezcan aferradas a la oscuridad más profunda. La candidez de
Vollmer deja al descubierto algo que duele».
La segunda parte tiene tres relatos: El corredor (1988), La
acróbata de marfil (1988) y El ángel
Esmeralda (1994), que da título al libro.
Del primero, diría que trata de la insignificancia moral de
la vida. De la segunda, La acróbata,
en lugar de subrayados pongo lo que anoté en la libretilla: “En una ciudad,
Atenas, sometida a terremotos que parecen anunciar la no viabilidad de la vida,
dos profesores extranjeros y pobres se cruzan. El relato no es una atmósfera
creada con palabras que describen, son las palabras las que se convierten en
una atmósfera de desasimiento”.
Así, saltándome subrayados, ahorro espacio y tiempo para
poner algunos de El ángel, saltándome
todo lo referente a este para que no haya spoiler. El argumento (sin la parte
central) es la historia de dos monjas que viven en la peor zona de la ciudad,
barrios pobres abandonados. Una es vieja y pertenece a la vieja escuela, la
otra, joven, se entrega con esperanza de hacer el bien. Buscan coches abandonados
(probablemente robados y abandonados), venden la dirección a un chatarrero y
con ese dinero compran comida que reparten entre los escasos y peligrosos
habitantes con la ayuda de unos okupas grafiteros. Los extractos a veces son
descriptivos, a veces analíticos.
«La anciana monja se levantó con
el alba, doliéndole todas las articulaciones. Llevaba levantándose con el alba
desde sus días de postulante, arrodillándose en suelos de madera para rezar.
Primero levantó la persiana. Es el mundo, lo de ahí afuera, manzanitas verdes y
enfermedad infecciosa. La luz en franjas caía a lo largo de la habitación,
impregnando las vetas tisulares de la madera de un antiguo resplandor ocre tan
profundamente agradable en su trama y su coloración que tenía que apartar la
vista o quedarse fascinada como una niña pequeña». (p. 83)
«Una hora después estaba con el
velo y el hábito, ocupando el asiento del pasajero de una camioneta negra que
se dirigía al sur desde el distrito escolar, pasando por la monstruosa vía rápida
para tomar por las calles perdidas, un desperdicio de casas en ruinas y almas
que nadie reclamaba. Era Grace Fahey quien iba al volante, una monja joven que
vestía de seglar. Todas las monjas del convento llevaban faldas y blusas
normales excepto sor Edgar, que tenía permiso de la congregación para ataviarse
con las antiguallas de nombre arcano, la toca, el cíngulo y el griñón. Sor
Edgar era consciente de que corrían rumores sobre su pasado, sobre cómo hacía
girar en el aire el rosario de cuentas grandes y les cruzaba la boca a las
alumnas con el crucifijo de hierro. Las cosas eran más sencillas antes. La
vestimenta funcionaba por niveles, la vida no. Hace años que sor Edgar había
dejado de pegar a las alumnas, antes incluso de ser demasiado vieja para dar
clase». (p. 84).
«”Agujas en el rellano”, advirtió
Gracie.
Cuidado con las agujas, no las
pise, hábiles instrumentos que son del poco aprecio por uno mismo. A Gracie no
le entraba en la cabeza que un adicto no pusiera especial cuidado en utilizar
agujas limpias. Este fallo la hizo inflar de rabia los carrillos. Sor Edgar, en
cambio, pensaba en el atractivo de la condenación, el mordisquito amoroso de
aquel puñal de libélula. Sabiendo que no vales nada, lo único que puede
gratificarte la vanidad es apostar contra la muerte» p. 91)
Cuesta creer cómo alguien se ha podido meter en la mente de
dos monjas, una joven y una vieja. Eso, ya la capacidad de transmitirlo, lo
convierten en el escritor superior que es. Pero no me resisto a poner otro, un
poco más largo, que transmite la locura de la sociedad. El último. Han
terminado la entrega de comida y Gracie deja a los grafiteros ayudantes (la
“peña”) en una zona llamada El Pájaro.
«Gracie
soltó a la peña en el Pájaro, en el preciso momento en que aparcaba un autobús.
¿Qué es eso, puedes creértelo? Un autobús turístico, pintado de carnaval, con
un cartel enla ranura de encima del parabrisas en que se leía SOUTH BRONX
SURREAL, Sur del Bronx surrealista. A Gracie se le hizo más intensa la
respiración. Unos treinta europeos cámara en ristre bajaron tímidamente a la
acera de las tiendas entabladas y las fábricas cerradas y contemplaron al otro
lado de la calle el edificio abandonado, a media distancia.
Gracie,
medio frenética, sacó la cabeza por la ventanilla y se puso a gritar:
—No es
surrealista. Es la realidad, es la
realidad. Su autobús sí que es surrealista. Ustedes sí que son surrealistas».
Pienso que este grito de la monja a los turistas del mundo
pobre, el de las últimas gotas de la resistencia y la vileza, a lo mejor el
autor lo está diciendo como resumen de lo que es su obra y su visión del mundo:
Es la realidad, es la realidad. Que queramos ver “la realidad”, depende ya de
nosotros.
Ya he escrito demasiado (es decir, más que suficiente).
Quedan los cuatro relatos de la tercera parte: Baader-Meinhof (2002), Medianoche
en Dostoievski (2009), La hoz y el
martillo (2022) y La Hambrienta
(2011). No es por falta de ganas que no digo nada sobre ellos.