NOVELA
El capítulo 4, titulado EN EL MAR, pp. 315-444, se centra en Enid y Alfred, especialmente en el Crucero de placer, aunque con algunas vueltas atrás en el tempo. El capítulo anterior había terminado con una llamada de Enid desde el barco, cuyo contenido se desconoce.
Teniendo en cuenta lo del crucero, lo primero que hice fue inquietarme al recordar Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, de David Foster Wallace. Un divertido libro que describe un crucero de gente con dinero y, normalmente, bastantes años. El temor se confirma: Franzen se ha atrevido a hacer este capítulo 4 años después de la publicación del de D. Foster, bastante reciente en la memoria de muchos. Leído el capítulo y recordado el libro, no hay peligro. La descripción ácida del grupo de personas que hacen estos cruceros lujosos no cae como una losa sobre el capítulo. Quizá porque Franzen, aunque en la descripción general de la atmósfera, haga lo mismo (al fin y al cabo, así deben ser esos cruceros), se centra en personajes de carne y hueso.
El capítulo es largo y se divide en 8 escenas, de tamaño muy diverso. Franzen es un buen alumno del Tristram Shandy de Sterne. (Una obra que es “para escritores”: a la gente le parece un peñazo, pero todo el que ha escrito una cuartilla con convicción necesita leerla). Con cada escena cambia los tiempos, los estilos, las perspectivas; pero como lector no lo notas: vas absorbiendo la verdad y toda la verdad de los personajes que son el centro del capítulo. Al terminarla, lo sabes todo de los progenitores de los Lambert; entiendes lo que son las correcciones. La mayor parte de los extractos que copio pertenecen a la larga primera escena: el histórico del conocimiento de Al y Enid. No voy a hablar de todas las escenas, porque dada la longitud de este capítulo (como una novela breve), no se trata de hacer un resumen. Pero procuraré poner la escena a la que pertenece el extracto y, si es necesario, una explicación del contexto en que se produce.
Escena 1
El principio del capítulo es memorable: un largo párrafo de estilo recargado que nos sitúa en el espacio (y traza una especie de metáfora de la conjunción de un barco en la noche y cada uno de nosotros en la soledad: ¿habla del barco o habla de quien está leyendo?) y, después, en una sola línea del segundo párrafo, nos clava a Al en su situación mental con un adverbio inusual.
«Las dos cero cero, oscuridad, el Gunnar Myrdal: en torno al anciano, corría el agua cantando misteriosamente en las cañerías metálicas. Mientras el buque tajaba el mar oscuro, al este de Nueva Escocia, con la horizontal ligeramente inclinada, de proa a popa, como si, a pesar de su enorme calidad acereña, no se sintiera cómoda la nave y solo alcanzase a resolver el problema de de las montañas líquidas por el procedimiento de atravesarlas a toda prisa; como si su estabilidad dependiera de ocultar los terrores de la flotación. Había otro mundo más abajo: ése era el problema. Otro mundo, más abajo, con volumen, pero sin forma. Durante el día, el mar era superficie azul con crestas blancas, un desafío realista de navegabilidad, y el problema bien podía obviarse. Durante la noche, sin embargo, la mente seguía adelante y se zambullía en la dócil nada, violentamente solitaria, en la que se desplazaba el poderoso buque de acero, y en cada cabeceo se hacía perceptible una parodia de coordenadas, se hacía perceptible hasta qué punto puede estar solo un hombre, perdido para siempre, bajo seis brazas de agua. A la tierra firme le falta ese eje de z. La tierra firme era como estar despierto. Incluso en un desierto que no se halle en los mapas puede uno arrodillarse y golpear la tierra con los puños, y la tierra no cede. Por supuesto que también el océano posee una piel de vigilia. Pero en cada punto de esa piel es muy posible hundirse y, con ello, desaparecer.»[...]Yacía aproximadamente despierto en el Camarote B11.
Tras una discusión entre Enid y Al, jóvenes, cuando solo tienen dos hijos y esperan la tercera, al regresar este de un viaje de 11 días en el que no la había telefoneado, y al llegar se enfada porque ella no ha hecho largo; mientras ella está enfadada por esa no comunicación. Este párrafo expone magistralmente millones de encontronazos de matrimonios a la antigua.
«Era cierto que Alfred le había pedido que retirara los frascos y las revistas, y tenía que haber una palabra para el modo en que se había pasado los once días procurando no pisar los frascos y las revistas, a punto incluso de tropezar con ellos alguna vez; quizás un vocablo psiquiátrico de muchas sílabas, o dos sencillitos, como mala fe. Pero estaba ella en la impresión de que Albert no le había pedido que hiciera solamente “una cosa” durante su ausencia. También le había pedido que les diese de comer a los chicos tres veces al día, que los vistiera y les leyera y los cuidara en la enfermedad, que fregara el suelo de la cocina y lavara las sábanas y que le planchara las camisas, y todo ello sin un beso de su marido, ni una palabra amable. Cuando intentaba que se le tuvieran en cuenta todos estos trabajos, Alfred se limitaba a preguntarle que de quién pensaba ella que era el trabajo que pagaba la casa y la ropa y la comida. Nada tenía que ver el hecho de que su trabajo lo satisficiera hasta el punto de no necesitar para nada el amor de Enid, mientras que a ella sus faenas la aburrían de tal modo que la hacían necesitar doblemente el amor de Alfred. No hacía falta ninguna contabilidad racional para saber que el trabajo de él anulaba el de ella.»
Dos pequeños extractos de dos páginas contiguas son el alfiler que sostiene ante nosotros, para que la conozcamos, a la mariposa Enid.
«Su madre se había casado con un hombre que no ganaba dinero y que murió joven. Evitar esa clase de marido era algo que Enid ponía por encima de cualquier otra cosa. Tenía la intención de vivir desahogadamente, y también de ser feliz.[...]¿Qué pensar de Al Lambert? Estaban, por una parte, las cosas de viejo que de sí mismo decía; y estaba, por otra, su aspecto juvenil. Enid decidió poner su fe en la promesa de su aspecto. A partir de ese momento, la vida fue cuestión de esperar a ver si le cambiaba la personalidad.Mientras tanto, planchaba veinte camisas diarias, más sus propias faldas y blusas.Remetía la nariz de la plancha en torno al hilo de los botones. Alisaba las arrugas, eliminaba los malos dobleces.Su vida habría sido más fácil si no hubiera querido tanto a Albert, pero no podía evitarlo. Sólo con mirarlo estaba amándole.»
Sobre lo que siente Albert.
«La naturaleza del suelo era, hasta cierto punto, indiscutible, por supuesto: la madera existía, sin duda alguna, y poseía propiedades mensurables. Pero había un segundo suelo, el suelo como reflejo en su cabeza, y a Alfred le preocupaba que la “realidad” sitiada que él preconizaba no fuese en verdad la de un suelo real, sino la realidad de un suelo en su cabeza, idealizada y, por consiguiente, no más válida que cualquiera de las fantasías tontas de Enid.La sospecha de que todo era relativo. De que lo “real” y lo “auténtico” no sólo estuvieran sencillamente condenados, sino que también fueran ficticios, para empezar. De que sentimiento de justicia, de paladín único de lo real, no pasara de eso: sentimiento. Ésas eran las sospechas que le tendían emboscadas en los cuartos de motel. Ésos eran los profundos terrores que se ocultaban debajo de las ligeras camas.Y si el mundo se negaba a encajar con su versión de la realidad, entonces era necesariamente un mundo indiferente, un mundo amargo y asqueroso, una colonia penitenciaria, y Alfred estaba condenado a vivir la más violenta soledad.Agachó la cabeza ante la idea de la mucha fuerza que necesitaba un hombre para vivir toda una vida de tamaña soledad.»
Escena 3
Esta formidable escena, también larga, presenta a una compañera de mesa que se hace amiga de Enid. Resalta por su inteligencia. Por la noche beben juntas y llegan a confesarse sus debilidades, lo más interior de ellas mismas, lo que ocultan ante el mundo. En este extracto hay una gran lucidez en Sylvia, cuya hija, artista como ella, fue asesinada. Pero la relación madre-hija que describe, funciona igual en los que tienen hijos que viven.
«–Era el momento de seguir adelante –le dijo Sylvia a Enid–. Me di cuenta de pronto. Me gustara o no, quien sobrevivía era yo, la artista era yo. Todos estamos condicionados a pensar que nuestros hijos son más importantes que nosotros, y tendemos a vivir de ellos, por delegación. Y de pronto me harté de este modo de ver las cosas. Mañana puedo estar uerta, me dije, pero ahora estoy viva. Y puedo vivir intencionadamente. He pagado el precio, he hecho lo que me tocaba hacer y no tengo de qué avergonzarme.»Y ¿no es extraño que el gran acontecimiento, el cambio radical en tu vida, consista en una especie de revelación interior? No se produce absolutamente ningún otro cambio, salvo que empiezas a ver las cosas de otro modo y tienes menos miedo y estás menos angustiada y te sientes más fuerte, como consecuencia. ¿No es sorprendentísimo que una cosa completamente invisible, mental, se perciba con más realidad que cualquier otra cosa que hayas hecho antes? No es sólo que lo veas todo con más claridad, es que sabes que lo estás viendo con más claridad. Y se te ocurre que ése es el verdadero significado del amor a la vida, que a eso se refiere la gente cuando habla en serio de Dios. A momentos así.»
Escena 6
El protagonista es Albert. Es la relación de su “estado” mental con las medicinas. Recuerdo que lo subrayé encantado por el modo en que encuentra el modo justo de describir cualquier hecho que afecta a los personajes; dentro del modo general de establecer un equilibrio entre lo real y lo metafórico. Y en un solo párrafo, se descubren todas las necesidades médicas que tiene Al.
«Aún así, la peor mañana era mucho mejor que la peor noche. Por la mañana se aceleraban todos los procesos de distribución de las medicinas a sus respectivos destinos: el Spansule, amarillo canario, para la incontinencia; la tabletita rosada, parecida al Tums, sólo que esta era para los temblores; la pastilla blanca, oblonga, para ahuyentar las náuseas; la tableta de color azul triste para desperdigar las alucinaciones de la tabletita rosada parecida al Tums. Por la mañana, la sangre iba repleta de transeúntes, peones de la glucosa, obreros de saneamiento láctico y ureico, repartidores de hemoglobina transportando oxígenos recién producido en sus camionetas abolladas, capataces severos como la insulina, mandos intermedios enzimáticos y epinefrina jefe, leucocitos policías y trabajadores de la Oficina de Medio Ambiente, carísimos consultores desplazándose en sus limosinas de color rosa y blanco y amarillo canario, todos ellos agolpándose en el ascensor de la aorta para luego dispersarse por las arterias. Antes de mediodía, la tasa de accidentes laborales era mínima. El mundo estaba recién nacido.»
Escena 8
Un solo párrafo para terminar el capítulo. Es una vuelta a Gary como centro. Nada de Al y Enid. Pero hay que tener en cuenta que el capítulo anterior a este, referido a Al y Enid, terminaba con la información de que Enid llamaba desde el barco. Copio la última frase, que nos informa del estado de Gary.
«Le venían ahora, aquellos contraejemplos olvidados, porque, al final, cuando estás cayéndote al agua, nada hay más sólido a que agarrarse que los hijos.»
Con tantos extractos, mejor no añadir partes del Diario. La siguiente entrada de la serie será toda de este. Intentaré llegar simultáneamente a los dos finales.
Jonathan Franzen, Las correciones; traducción de Ramón Buenaventura. Biblioteca Formentor, Seix Barral, abril de 2002
Ramón Buenaventura, Diario de un traductor: I a L, publicado en la sección El trujamán del Centro Virtual Cervantes entre el 29 de enero de 2003 y el 29 de abril de 2004
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