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[Once meses sin aportar nada es demasiada vaguería. Quizá lo dejé porque lo que leo no suele estar en las mesas de novedades. ¿Qué importa?, me he dicho esta mañana. Esto es algo íntimo. Todo lo más, para curiosos].

lunes, 3 de octubre de 2011

Día 1949. “El mapa y el territorio”, de Michel Houellebecq



Había leído dos o tres novelas de MH (2 o 3, ni siquiera estoy seguro). Siempre con gran placer: siempre con el olvido borrando lo leído a las pocas semanas. Esta no la voy a olvidar: es su gran obra de madurez. Mucha muerte, mucho envejecimiento; mostrar el mundo del arte como un mercado. El Mundo como un gran mercado: pocos libros cuentan tan bien este principio del siglo XXI.

Tiene un prólogo (sin nombrarlo como tal), tres partes y un epílogo. La tercera parte, una investigación policial, me decepcionó en la solución. El resto del libro me ha producido pasión. Y ha sustentado la amargura con la que contemplo el mundo.

Tiene un poco de cuento de hadas: el artista que se hace rico y famoso sin pretenderlo, sin buscarlo: hace lo que tiene que hacer, sin buscar reconocimiento. El sueño de cualquiera, vamos. Pero nada le cambia y sigue viviendo en su taller. Tiene poco de relaciones humanas, casi siempre de echarse a temblar. Tiene descripciones técnicas absolutamente relevantes: la técnica y los procesos son el mundo de hoy, y lo cuenta como el mejor de los redactores técnicos describiría las instrucciones de un frigorífico complicado. ¿Y de la humanidad, que dice? Por lo que parece, no pasaba por allí: por lo que (no) vemos en los medios, la Humanidad ya no existe. En todo caso, su modo de representarla sería como esos vaciados que los jóvenes artistas hacen en las academias, en las que pintan todo de negro y lo que queda en blanco es la estatua representada.

Tiene una cita de Charles D’Orleans con la que empieza el libro; y el libro no la desdice: “El mundo está harto de mí y yo estoy harto de él”.

Creo que bastaría con que copie un largo párrafo del final de la primera página y la segunda y tercera enteras. Pero empezaré con un breve párrafo de la descripción del taller.

«Por “taller de artista” había que entender un desván con un ventanal, un hermoso ventanal, es cierto, y algunas dependencias oscuras, apenas suficientes para una persona como Jed, cuyas necesidades higiénicas eran limitadas.»

Y ahora el párrafo largo: se refiere al último cuadro de una serie de 50, que no consigue terminar nunca: en este caso una reunión entre dos artistas de éxito; una serie de “oficios” y de las relaciones del mundo tal como es: tardocapitalismo neoliberal.

«La frente de Jeff Koons relucía ligeramente; Jed la sombreó con un cepillo y retrocedió tres pasos. Era evidente que había un problema con Koons. Hirst era, en el fondo, más fácil de captar: podías verlo brutal, cínico, al estilo de “me cago en vosotros desde las alturas de mi pasta”; también podías verlo como el artista rebelde (pero siempre rico) que trabaja en una obra angustiada sobre la muerte; había, por último, en su rostro algo sanguíneo y pesado, típicamente inglés, que le asemejaba a un hincha común del Arsenal. Tenía, en suma, distintas caras, pero podían combinarse en el retrato coherente, representable, de un artista británico típico de su generación. Koons, por el contrario, parecía poseer cierta doblez, como una contradicción entre la marrullería corriente del agente comercial y la exaltación del asceta. Hacía ya tres semanas que Jed retocaba la expresión de Koons al levantarse de su asiento con los brazos hacia delante en un impulso de entusiasmo como si intentara convencer a Hirst; era tan difícil como pintar a un pornógrafo mormón.
Había fotografías de Koons solo o acompañado de Roman Abramovich, Madonna, Barak Obama, Bono, Warren Buffet, Bil Gates… Ninguna conseguía expresar nada de su personalidad, traspasar esa apariencia de vendedor de descapotables Chevrolet que él había decidido mostrar al mundo, era exasperante, hacía ya mucho tiempo, por otra parte, que los fotógrafos exasperaban a Jed, sobre todo los grandes fotógrafos con su pretensión de revelar con sus negativos la verdad de sus modelos; no revelaban absolutamente nada, se limitaban a colocarse delante de ti y activar el motor de la cámara para tomar centenares de instantáneas a la buena ventura, lanzando risitas, y más tarde escogían las menos malas de la serie, así procedían, sin excepción, todos aquellos presuntos grandes fotógrafos, Jed conocía a algunos personalmente y sólo le inspiraban desprecio, los consideraba a todos igual de creativos que un fotomatón.

En la cocina, a unos pasos de él, el calentador de agua emitía una sucesión de chasquidos secos. Se quedó quieto, paralizado, era ya el 15 de diciembre.»

Supongo que os habréis fijado en esa longitud del segundo párrafo, tan proustiana, francesa y enrevesada (y ese estilo es frecuente). Hay que dar las gracias, pero muchas gracias, a la traducción excelente del magnífico JAIME ZULAIKA.