Este blog

[Once meses sin aportar nada es demasiada vaguería. Quizá lo dejé porque lo que leo no suele estar en las mesas de novedades. ¿Qué importa?, me he dicho esta mañana. Esto es algo íntimo. Todo lo más, para curiosos].

jueves, 25 de octubre de 2012

Día 1942. “El frío”, de Marta Sanz



Marta Sanz, El frío. Caballo de Troya; enero de 2012. Primera edición, 2005, en Mondadori

Una de las grandes felicidades de los libros es cuando encuentras en uno ecos de otro; o de otros. Esta vez, además, se me ha producido casi consecutivamente entre el del día 1943, de Fleur Jaeggy, y este de Marta Sanz. Son dos escrituras claramente de mujer: en el primer caso, de una joven que pasó de los 8 a los 17 años en internados de señoritas y ya no supo salir del mundo de mujeres; en el segundo, el desamor de una mujer tenaz.

Tenía en el de Jaeggy un subrayado que no copié, sobre el lamento por la pérdida de la fuerza mental de los 8 años; vuelvo a encontrar eso en el de Sanz. Cada autora con su estilo, su contexto: pero la misma idea.

Fleur Jaeggy (pp. 18-19)

«La señora Hofstetter me llamó a su despacho. Era ancha como un armario, con traje de chaqueta azul, camisa blanca y un alfiler. Me amenazó. Le dije que era solo un pariente. En realidad: la madre del pariente le había escrito justamente recomendando que estuviesen atentos para que no le viese. Fingí llorar. Ella se conmovió. ¿Adónde había ido a parar toda la fuerza que tenía a los ocho años, la seguridad, el autocontrol? [...] Una mañana, el desayuno era fragante, mojé el pan en la taza. La directora, después de golpearme la mano con que mojaba el pan, me hizo poner de pie. A los ocho años habría agarrado la taza y la habría lanzado sobre la cara de la directora.»

Marta Sanz (p. 69)

«Otra vez tenías razón. Yo era mejor que ahora, nada de fuera podía herirme, criatura depredada, niña de los siete años que hoy me provoca pesadillas porque ya no tengo tanta fuerza. [...] Abajo el cerco protector, la construcción de ficciones. Dijiste “estoy aquí” y yo perdí la capacidad antigua de transmitir desde dentro. Porque quería salir de los sótanos, creyendo que al otro lado estaba la luz, perdí la manera de mirar.»

Aunque recuerdo algunos ejemplos de escritores que se apenan por la pérdida de la fuerza de la infancia, pero no es lo mismo: en los hombres es una pérdida entre ganancias. En la mujer, según estas dos autoras, es una dación de la fuerza.


*****

Esto es lo que dice Wikipedia de Marta Sanz:

Doctora en Literatura Contemporánea por la Universidad Complutense de Madrid, su tesis se trató sobre La poesía española durante la transición (1975-1986). La carrera literaria de Marta Sanz comenzó cuando se matriculó en un taller de escritura de la Escuela de Letras de Madrid y conoció al editor Constantino Bértolo, quien publicó sus primeras novelas en la editorial Debate. Quedó finalista del Premio Nadal en 2006 con otra novela: Susana y los viejos. En su novela La lección de anatomía (RBA, 2008) utilizó su propia biografía como material literario. En la novela negra Black, black, black (Anagrama, 2010) creó el personaje del detective homosexual Arturo Zarco, que recuperó en su novela Un buen detective no se casa jamás (Anagrama, 2012).[]
De su última novela, Un buen detective no se casa jamás, se ha dicho que "...es un libro lúcido y rabioso, extraño y exigente, muy exigente. Toda una experiencia que se atreve a meterse en mil charcos y asumir mil riesgos."[5] Y también que "La novela, que renuncia a ser convencional, se lee con avidez y crecido interés precisamente por la confianza que te da saberte ante alguien que se ha tomado su reto literario con mucha seriedad..."

*****
Esta novela contiene 35 capítulos numerados. Los impares están narrador en primera persona, como una queja larga y razonada a veces, otras veces delirante, no solo por su abandono, sino por cómo se sintió tratada en la relación: ninguneada con su aceptación. Los capítulos pares los narra un autor omnisciente, en tercera persona, y son la historia de Miguel, él, que está en un centro psiquiátrico de internamiento. Un artista del dibujo. La narración en tercera persona cuenta también su relación con Blanca, la enfermera.
Podría parecer que esa queja puede hacerse pesada, pero sucede (quizá por la pausa de los capítulos pares) todo lo contrario: la queja cobra tanta velocidad que la terminé leyendo como si se tratara de un thriller.

(pp. 115-116)
«Parece que todos los hombres hayáis estudiado en el mismo colegio de curas. Sois tan clementes, misericordes, tenéis es camaradería tan vuestra que nos da la espalda, que pocas veces nos deja penetrar en vuestra jerga de niños y lagartijas sin rabo, en esas conversaciones de razón pura y negocios que terminan siendo el reflejo del cromo que se ha cambiado, de las pajas que te has hecho con miedo a quedarte paralítico, de las chicas que se dejaban meter o no mano en el cine.
Y para qué tanto meter la mano donde no debíais si en el fondo estabais deseando ver a Pepe que os llevaba a pescar y os enseñaba los diferentes tipos de anzuelos.
[...]
Parecéis tan estúpidos y en realidad sois tan listos. Hacéis de todas nosotras una logia de misóginas que únicamente piensan en la rivalidad. Nos enzarzáis y nos dejamos. Después permanecéis al margen de la lucha, de la soledad que jamás compartimos con otra mujer.»
(p. 106; capítulo impar, de ella, pero narrado en tercera persona, porque no es una queja de ella, sino de sucesos entre los dos)
«Olvidar que, después de haber ido a verte, relegar los libros propios en el fondo de un armario, probablemente estará encerrada el fin de semana.
Cuando él no está en clase, llega a la casa y duerme y entonces ella no se atreve a tocarle para no despertarle, es tan feliz cuando duerme que no importa que ella tenga el clítoris de punta y una gran necesidad de que la abracen. La muchacha se retira a la sala de una casa con ratones y lámparas de cristal y polvo. Habitaciones donde huele a ceniza y tabaco negro requemado, colilla a medio apagar y sábanas sucias.
Ella recuerda alacenas de madera donde el chico guarda recortes agusanados de jamón para hacer tortillas, habas, cacerolas monstruosas de espagueti que maten el hambre.
El chico le dice muchas veces a ella que no tiene dinero, que no puede salir por las noches, ni ir a verla a su ciudad, que el dinero solo le da para comer los menús universitarios.
Y ella mira detrás de las puertas y encuentra telas nuevas y cajas de colores y aparatos aerográficos y llega a pensar qué extraña y selectiva es la mezquindad.»

(pp. 129-30)
«Siempre has hecho lo que te daba la gana. Te tenías que marchar y te marchabas. Nada nunca te hizo cambiar de idea. Ya estoy harta de tus decisiones. No sé si mi voluntad es más fuerte, pero aun así hoy entras en la parte inconsistente de mi biografía.
Porque nunca más soportaré a un imbécil que se crea que ha sido el primero en descubrir que siempre hay que estar en funcionamiento, viviendo, atravesando países, bebiendo absenta y fumando hachís de importación, bailando por bailar, viendo amaneceres por verlos, aguantando colas para escuchar a hombres que rasgan guitarras o puntean mandolinas, conociendo a personas que te cruzas por la calle, oyendo a predicadores de plaza, discursos de tres duros que se elevan a la categoría de lo eternamente respetable, dándonos besos con gente que hace mimo en los parque públicos, consolando a taberneros llenos de problemas conyugales, deudas, ludopatías, asistiendo a exposiciones llenas de chicas con las uñas marrones y el pelo color vino burdeos que pintan manchas o esculpen úteros que jamás terminarán de llenarse, charlando, oyéndote contar la triste historia de tu madre, abriéndome forzosamente, comiendo conejo, callando cuando todo me parecía absurdo, maquillándome los ojos de morado, subiendo en bicicleta a fiestas de pueblos en la cima de una montaña, de noche, teniendo que creer que todas las flores de la montaña se te habían hecho mariposas.
[...]
Siempre existen preferencias dentro de las excentricidades y a ti te hubiera gustado más bañarte desnudo a la luz de la luna bajo la peligrosa mirada de un policía, que sencillamente bañarte conmigo a la luz de la luna. Pero todo eso me interesa ya una mierda.»

Cierto que no he puesto párrafos de la historia de Miguel, porque esto se habría hecho eterno. También, quizás, porque soy varón y en el fondo Miguel me resulta romántico... aunque me alegra que ella lo ponga a la altura merecida. En los capítulos impares, como en los pares, la riqueza del uso del castellano es un valor añadido.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Día 1943. “Los hermosos años del castigo”, de Fleur Jaeggy


Fleur Jaeggy, Los hermosos años del castigo. Tusquets; enero de 2009. Traducción de Juana Bignozzi. 118 páginas. Título original, I beati anni del castigo; primera edición original, 1989


Este libro es un bombón suizo relleno de amargura, de dureza, frío: la vida apartada de las señoritas de buena familia dejadas en los internados suizos. Un análisis implacable de la vida echada a perder. La protagonista pasó en ellos desde los 8 a los 17 años. La forma de narrar parece hecha exprofeso para este libro. Una lección de cómo se adapta  al estilo a la narración y al espíritu de la protagonista. No hay quejas, solo frías descripciones que ningún lector capacitado debería perderse, con un punto de vista que es glacial, como corresponde al paisaje exterior e interior. Está contado por la protagonista, ya en la madurez, y empieza así, con este ambiente de nieve, naturaleza sola, frío, muerte y manicomio, introduciendo los colegios:

«A los catorce años yo era alumna de un internado de Appenzell. El lugar por el que Robert Walser había dado muchos paseos cuando estaba en el manicomio, en Herisau, no lejos de nuestro instituto. Murió en la nieve. Hay fotografías que muestran sus huellas y la posición del cuerpo en la nieve. Nosotras no conocíamos al escritor. Ni siquiera nuestra profesora de literatura lo conocía. A veces pienso que es hermoso morir así, después de un paseo, dejarse caer en un sepulcro natural, en la nieve de Appenzall, al cabo de casi treinta años de manicomio en Herisau. Es una verdadera lástima que no hubiésemos conocido la existencia de Walser, habríamos recogido una flor para él.»

Dos párrafos resumen a su maman, quien desde Brasil toma todas las decisiones sobre su educación y los cambios de colegio, y a su padre, a quien dedica algún párrafo más, porque es el que la recoge para las vacaciones de Navidad y de verano. Vive solo y melancólico en un hotel, pero el que mejor define la situación es el que he elegido. El de la maman está en las páginas 85-6; el del padre, 80-1.

«Llevábamos entonces una gorra azul con las iniciales del colegio. Estaba en la estación, con el distintivo y la gorra, esperaba el tren del Gotardo, que se detendría durante tres minutos, junto a la marquesina ventosa. Me dieron salida libre, cuidaron de que estuviera impecable, con los zapatos lustrados. Estaba allí, en orden, para verla pasar, transitar, y luego ella tomaría el Andrea Doria y se iría al otro lado del océano, ella, maman

«Para las vacaciones de Pascua volví a casa, al hotel. Unos señores nos invitaron a comer, luego nos mostraron las diapositivas de un viaje con ruinas y paisajes y ellos mismos. Era una anciana pareja, de ejemplar virtud, gente bien, ricos, avaros con discreción, gentiles con discreción, recalcitrantes, sobre todo la mujer, al buen humor, o al buen vivir, si es que existe un buen vivir. La mujer, seca y rígida, con vestidos largos y sin forma, el cabello recogido, miraba mal a la juventud, con su cabeza empequeñecida y los ojos sin color. El marido, por bonhomía o indulgencia, si había que reírse, dejaba surgir de su boca bien dibujada y un poco carnosa una risa profunda y sus ojos se volvían pícaros, como si la risa estuviera unida a una malicia. ... Eran los mejores amigos de mi padre.»

Así, en las pp. 9-10, describe el espíritu de los colegios. Aunque deben portarse con decoro, tienen cierta libertad y ella se despierta a las cinco de la mañana y sube la montaña hasta ver al otro lado el lago Constanza. En cierta manera, es una rebelde respetuosa (segundo extracto, de la p. 12). El paseo matinal es lo que le da vida:

«En Appenzell no se puede dejar de pasear. Si se miran las pequeñas ventanas con franjas blancas y las laboriosas e incandescentes flores en los balcones, se advierte un remanso tropical, una lujuria sofrenada, se tiene la impresión de que dentro sucede algo serenamente tenebroso y un poco enfermizo. Una Arcadia de la enfermedad. Podría parecer que allí dentro hay paz e idilio de muerte, en la pureza. Una exultación de cal y flores. Fuera de las ventanas, el paisaje nos reclama; no es un  espejismo, es un Zwang, se decía en el colegio, una imposición.»

«En aquella época no estudiaba y nunca estudié, porque no tenía ganas; recortaba reproducciones de los expresionistas alemanes y crónicas de delitos. Y las pegaba en un cuaderno. Le di a entender que me interesaba el arte. Y así fue como Frédérique me concedió el honor de dejarse acompañar por los corredores y mientras paseaba.»


Es un mundo de niñas y jóvenes mujeres, cerrado como un sepulcro. Frédérique, que estuvo allí el año que la protagonista tenía 14, la conmueve. Pero la de nombre francés solo vive en y para el mundo de las ideas. Ya fuera del colegio, pasan pequeñas cosas de las que no hablaré. Pondré un extracto más, una reflexión desde la madurez de lo que sentía allí, de niña (pp. 22-3), en ese mundo de mujeres:

«Es curioso que en los colegios donde he estado hubiera penuria de hombres en los alrededores. O viejos o locos o guardias. En Appenzell recuerdo viejos, enclenques, una pastelería y una fuente. Si se quería un poco de mundo, se iba a la pastelería; no había nadie, pero por la calle pasaba un viejo. Durante mucho tiempo creí que las que han estado en colegios, como Frédérique y yo, y un día lo recordaran, podían vivir con nada cuando estuvieran viejas y desilusionadas, Suena la campana, nos levantamos. Vuelve a sonar, dormimos. Nos retiramos a nuestros cuartos, la vida la hemos visto pasar a través de las ventanas, de los libros, de la alternancia de las estaciones, de los paseos. Siempre en un reflejo, un reflejo que parece relegado a los balcones. Y a veces vemos una alta figura marmórea que se recorta delante de nuestros ojos: es Frédérique, que ha pasado por nuestra vida, y tal vez queremos retroceder, pero ya no necesitamos nada. Hemos imaginado el mundo. ¿Qué otra cosa puede imaginarse si no es la propia muerte? El sonido de una campana y todo ha acabado.»

Esta nouvelle, de apenas 120 páginas, un trabajo prodigioso de interiorización de unas vidas, y de creación del estilo apto para representarlas, no lo puedo recomendar salvo a quienes hayan encontrado la recomendación en la lectura de los extractos.



viernes, 12 de octubre de 2012

Día 1944. “Imposturas”, de John Banville


John Banville, Imposturas. Anagrama; 2005. Traducción de Damián Alou. 280 páginas. Título original, Shroud; primera edición original, 2005



Para no tener que spoilear la historia, pero explicar el sentido de esta exploración de conciencia y vida, copio el resumen de la contraportada:

«Alex Vander es un prestigioso filósofo y académico belga que, poco después de la Segunda Guerra Mundial, emigró a Arcadia, que es como él llama a los Estados Unidos, y a la prestigiosa Universidad de California, donde se ha hecho célebre. Un día recibe una carta de una desconocida que le dice que ha estado en Amberes y sabe quién es él. Y Alex Vander, que ha construido toda su obra –o la ha deconstruido– para renegar de la prisión del Yo, comienza a temblar. Porque él no es quien dice ser, y ha pasado toda su vida en el temor y el temblor del descubrimiento, en la impostura. Decide conocer a su corresponsal y para ello acepta una invitación a un congreso en Turín. Se encuentran, y él, que no es él, descubre que ella tampoco es ella. O al menos, que no es la vieja y vengativa académica que había imaginado, sino una extraña joven, Cass Cleave, ferviente lectora de sus libros. Y Vander y Cass comienzan una peculiar relación , ambos absolutamente extranjeros de sí mismos: Vander, apresado por la impostura, la minuciosa construcción de una identidad falsa, y quizá por las ignominias del pasado; Cass, en la trampa de la enfermedad mental, del insoportable amor por su padre.»

De la habitual tralla contraportaderil de críticos-escritores prestigiosos que han hecho críticas del libro, en contra de lo habitual voy a poner dos, por el respeto que siento por ellos, pero sobre todo porque centran en pocas palabras algo que a mí me costaría más y estoy totalmente de acuerdo con lo que dicen, refiriéndose uno al fondo, y el otro al estilo:

«Banville es grande porque desciende al fondo más oscuro de la existencia, se enfrenta a la medusa sin nombre de la abyección y de la tragedia, pero conserva una profunda, indestructible humanidad (Claudio Magris, Corriere della Sera)

Una frase tan devaluada como “maravillosamente bien escritas” recupera todo su valor cuando nos referimos a las novelas de John Banville. Es un maestro, y su prosa es un deleite incesante (Martin Amis)»

*****

He recuperado la crítica del libro que hizo Rodrigo Fresán el 2 de abril de 2005, con el título La belleza del monstruo. Enmarca la novela en la obra de Banville y, sobre todo, como una segunda parte de Eclipse, donde “el actor retirado Alex Cleave invocaba una y otra vez la figura de una hija académica "con problemas": la elusiva figura de Cassandra Cass Cleave”.

Añade después dos frases: “De ahí que, en numerosas oportunidades, se haya dicho que Banville es un escritor difícil o para escritores” y, líneas abajo, añade que “es verdad que Banville no hace concesiones a un lector cómodo”. Dejo aquí a Fresán y me refiero a mi impresión personal de la lectura.

De acuerdo en que no es “cómodo”, pero tampoco es “difícil”. Para leerlo, he tenido que armarme de lápiz y papel. El libro tiene 3 partes y cada una de ellas está subdividida, sin subtítulo algunos, en pequeñas secciones (separación de un espacio de varias líneas) y secciones capitulares (se interrumpe la narración en la página par y recomienza en una impar con un espacio superior de un 25% de página.
La primera parte tiene 17 secciones, de las que 4 son capitulares; la segunda tiene 10 secciones, ninguna capitular; y la tercera tiene 12, dos de ellas capitulares. Sin este pequeño esfuerzo de “marcaje”, a alguien como yo es posible que por fallo de memoria se le escape la “estructura”. Además, y por el mismo motivo, una vez leída cada sección, yo mismo la “titulaba” a lápiz.
No será “cómodo”, pero tampoco requiere un esfuerzo descomunal. La única “dificultad” ha consistido en saber quién “habla” en cada sección, porque no siempre se sabe desde las primeras líneas. También lo he hecho y, con todo lo dicho, la lectura se convierte en un gozo constante. Hay referencias culturales. Cass es Casandra, y Alex se considera a sí mismo una figura arlequinesca; conviene saber quiénes fueron los modelos.
Ahora ya todo es placer: sumergirte en las profundidades de lo humano que en nuestra vida cotidiana nos pasan desapercibidas (la belleza del monstruo de la que hablaba Fresán) y disfrutar de un estilo que, en sí mismo, es una muestra de impostura: resulta deliciosa la sensación de “no saber” siempre el nivel de credibilidad de lo que los personajes te están contando; la sensación de que debes permanecer alerta y de que, mientras lees, no hay otro mundo que el libro que estás leyendo (admirado de la capacidad del autor).

Y desde luego, subrayar enloquecidamente los párrafos que en ese momento te parecen especialmente brillantes, o llaman a puertas oscuras dentro de ti mismo.

Primero copio uno porque es como una clave que da el autor del estilo del libro: «la verosimilitud se halla en los detalles, ésa era la lección que había aprendido sobre las rodillas de un maestro». A continuación copio una pequeña selección de párrafos subrayados, como prueba de todo lo que he dicho.

«Está claro que les intereso. Quizás lo que les llama la atención es que mi aspecto les recuerda la commedia dell’arte: mi mirada tuerta es iracunda, y esa cojera cómica, el bastón y el sombrero ocupando el lugar del garrote y la máscara de Arlequín. No parece importarles que esté loco. Pero tampoco estoy loco de verdad, es solo que soy muy, muy viejo» (p. 11)

«No, no lo haría [huir], no le daría la satisfacción de oír las pisadas y los traspiés de mi pie de barro al huir. Mejor enfrentarme a ella, reírme de las acusaciones... ¡ja! Le mentiría, por supuesto; la mendacidad es mi segunda, no, mi primera naturaleza. Toda la vida he mentido. Mentí para escapar, mentí para ser amado, mentí por conseguir una posición y poder; mentí para mentir. Era una manera de vivir; por algo riman mentir y vivir. Y ahora mis primeros ejercicios en ese arte, mis falsedades de aprendiz, se vuelven contra mí para destruirme.» (p. 17)

«Eché la cabeza hacia atrás sobre el plástico pringoso del asiento y volví a cerrar los ojos. En la oscuridad fluían las preguntas de siempre. ¿Qué sé? Ahora menos que ayer. El tiempo y la edad no me han traído sabiduría, como se supone, sino confusión y una incomprensión cada vez más generalizada, donde cada año se deposita otra capa de nesciencia. ¿Qué sé?» (p. 25)

«Los Estados Unidos, en la pantalla, me habían resultado mucho más familiares que las calles de la ciudad donde nací y viví. Y así, en Nueva York, el Nueva York real, fue como escogí presentarme, como un personaje salido de las películas, con un grueso cigarrillo en los labios y un vaso de bourbon en la mano. E incluso lo acompañaba con el vestuario completo: sombrero flexible marrón, terno ajustado y zapatos de dos colores. Oh, sí, menuda pinta tenía. El intelectual como un tipo duro, esa era la moda de la época. Lo único que me faltaba era una acompañante, una tía buena, disoluta y bebedora, y tan dura como se suponía que yo era. La gente se quedaba de una pieza, sobre todo las chicas, cuando resultó que la mujer que elegí para ser mi chati, mi compañera, fue la dulce, callada e inexpresiva Magdalena.» (p. 47)

«No soy el primero en cantar los placeres de la vida en Londres durante la guerra. No me refiero a esa nueva y cálida sensación de de solidaridad que se supone que todo el mundo experimentaba, ni a mantener la moral ni el fuego del hogar ni todas esas chorradas; no, a lo que me refiero es al libertinaje, voluptuoso y lánguido, con cierto tufillo a azufre, que se nos concedía debido a la posibilidad de una muerte inminente, indiscriminada y violenta. Vivir ahí con Lady Laura y su dinero era como hallarse a bordo de un transatlántico fuera de control e irremediablemente a la deriva, a bordo del cual, son embargo, se observa puntillosamente el indulgente decoro de un crucero de lujo. ¿Qué más daba que en el puente estuviera borracho y que abajo, en las sentinas, la tripulación estuviera jodiendo frenéticamente? A pesar de las bombas y de los rumores de las bombas, a pesar de las estrecheces y las fastidiosas restricciones de la vida cotidiana, revoloteábamos, mi pequeña amante y yo, de bar en bar, de club en club, de fiesta en fiesta, como un par de inconscientes, y no podíamos ser más felices.» (p. 196)

«No sé decir cuándo exactamente me convertí en Alex Vander, quiero decir cuando comencé a pensar en mí como él, y no ya como yo. ... A lo mejor no es posible identificar el momento concreto de la decisión. ¿Acaso, en incontables ocasiones, cada día, no nos introducimos sin esfuerzo en otros yos sin darnos cuenta?» (pp. 197 y 198)

«Algunas cosas, cosas reales, parecen ocurrir no en el mundo, sino en ese espacio vacío que existe entre la realidad y la mente que lo capta; el ojo registra el hecho, pero el entendimiento va rezagado.» (p. 243)

«Los muertos, sin embargo, tienen su voz.» (p. 278)


lunes, 1 de octubre de 2012

Día 1945. “Soldado de poca fortuna”, de Jesús M. Tessier, Jorge M. Reverte y Javier Reverte



Jesús M. Tessier, Jorge M. Reverte y Javier Reverte, Soldado de poca fortuna. RBA; Barcelona, junio de 2011.

Recomendación de lectura:
Un libro raro y extraordinario
que todos deberíamos leer





Aunque no lo parezca, Jesús es el padre de Jorge y Javier. Padre e hijos comparten la señal de borrar el rastro del apellido paterno, dejando la inicial en los dos primeros casos y eliminándola en el tercero. Es raro cómo me llegó el libro: Jorge es vecino de barrio y a veces nos encontramos tomando el vermú o vino; tuve que confesarle que en épocas prehistóricas leí uno de sus Gálvez, pero que no había leído ninguno de sus libros de fondo, porque son de la Guerra Civil y no leo ni veo películas de esas época, porque me ponen de mala leche. Hace tres meses me trae el libro y me dice “Este lo vas a leer”. Lo empecé con aprensión y a las pocas páginas me encontré con un relato vital de un joven que no cargaba las tintas. Prácticamente, un libro de aventuras. Las de un joven de ideas nacionales que le pilla la guerra en Madrid y lo destinan a la Brigada de Choque de El Campesino. Y, como cuenta, se pasó la primera mitad de la guerra “chocando”, hasta que lo pasaron a Comunicaciones, “donde también morían, pero morían menos”. En cualquier otro país, por el tono de aventuras se habría convertido en un bestseller. En nuestro país, seguimos amargados los de uno y otro lado; y los que no, han preferido olvidar, o desconocer totalmente, lo que pasó.


A pesar de sus ideas, pocos soldados tan leales y valientes debió tener la República. Al fin y al cabo, las bombas, disparos y ametrallamientos de los ideológicamente suyos caían sobre él y sobre aquellos con los que compartía la vida. Terminada la guerra, cuando había vuelto al periodismo y la corbatas de seda, fue declarado “desafecto” (por razones largas de explicar) y después purgó su desafección yendo a Rusia con la División Azul y muy pocas ganas de ir.

El libro lo escribió, ya muy mayor, a petición de su hijo Jorge, porque nunca había contado nada de la Guerra. Lo dice en el primer párrafo:

«Jorge, el tercero de mis vástagos, que es un verdadero plomo, me viene pidiendo con insistencia infinita que le haga un relato de mis vivencias de la Guerra Civil, y yo, que cuando eran pequeños no les conté a mis hijos ninguna de mis batallitas, me veo hoy, 20 de marzo de 1993, sentado ante una Olivetti Linea 98 para intentar complacerlo. No trataré, pues, de aquí en adelante, de hacer la historia de aquellos años, ni de las razones que los dirigentes de ambos bandos tuvieron para hacer unas cosas u otras; no voy a desentrañar las causas de los acontecimientos. Voy, sencillamente, a contar lo que me pasó. No esperes, por tanto, Jorge, más que la exposición de unas vivencias de un muchacho de veinte años, educado en el seno  de una familia humildísima y a quien la suerte empujó al centro de una vorágine de las enormes dimensiones que tuvo la Guerra Civil española.»

Y a este primer párrafo le sigue una narración extraordinaria de alguien que seguía creyendo en los suyos pero veía lo que veía, que conoció las condiciones más duras sin que en ningún momento se queje de su perra suerte más de lo que pudieron quejarse todos y cada uno de los que vivieron aquello en ambos bandos. Sin moralinas. Añadamos que fue una buena persona, de lo que dará fe algunos de los extractos que voy a poner de él y de la continuación del libro.

Porque este libro es extraordinario porque contiene una segunda y una tercera parte escritas por sus hijos Jorge y Javier; y hasta una cuarta, publicada en El País, sobre un encuentro de estos hijos con los de un compañero, cuyo contacto se había dificultado por la pérdida del apellido real.

El libro tiene, pues, cuatro partes. La más larga, escrita por Jesús; un addendum, titulado Noticia de la guerra, de Jorge M. Reverte, otra, titulado Un elegante superviviente, de Javier Reverte, y Padres e hijos, de Xavier Moret.

No voy a contar la historia, que espero que algunos leáis algún día, sino que pondré algunos, poquísimos, extractos clarificadores de quién fue Jesús. M. Tessier. La parte de la desdicha, la desventura y la aventura de un joven lleno de vitalidad y buen humor, hay que leerla entera.

I, Soldado de poca fortuna

«Y aunque mi corazón y mi cerebro estaban en las filas nacionales, mis piernas, mi estómago, mis huesos y mis entrañas estaban en las filas rojas. Y esta sensación de alegría por las victorias de los de enfrente y de pena por las nuestras es indescriptible, horrorosas. Porque no te alegras por la muerte o las heridas de tus compañeros de trinchera; pero tampoco celebras las bajas que pueda sufrir el de la trinchera de enfrente. Y de ahí sale un rencor por los que tú crees culpables de esta tremenda situación que no pasa ni con el transcurso del tiempo.»

Sobre los 80.000 muertos de la Batalla del Ebro escribe (el hombre que “chocó” con las fuerzas de El Campesino, arregló en campo abierto los cables de comunicación destrozados por los proyectiles, vivió la Batalla del Ebro y, finalmente, pagó por ello yendo a Rusia con la División Azul):

«Yo me resisto a considerar a esos ochenta mil hombres como meros guarismos, contados como granos de arroz en una paella. En mis largas noches de insomnio, los he visto desfilar, todos juntos, nacionales y rojos, rotos, verdes, con las miradas fijas en no sé dónde, reptando los destrozados, a paso lento todos, silentes, con las heridas ya secas de sangre y, no me avergüenzo diciéndolo, he llorado muchas veces por ellos, por todos, por lo que sufrieron y por lo que han dejado de vivir, por las madres y las novias, por los hermanos y los padres de los rojos y de los azules. De todos cuantos formaban en la lenta procesión  de los muertos. A pesar de los sesenta años transcurridos, a pesar de la enorme capacidad de olvido que tenemos los humanos.»

En una parte del libro cita a un intelectual que escribió “La guerra no la ganó Franco, sino que la perdió Stalin”, añadiendo que comparte plenamente la idea. También yo la comparto (de ahí la mala leche que me produce leer sobre ese período). Sus bestias negras son los comunistas. Yo no me meto con los compañeros comunistas que creían de buena fe en una liberación de la clase trabajadora, pero sí con Stalin, un asesino de masas brutal, que traicionó a la clase trabajadora del mundo con su tesis sobre el socialismo en un solo país, privándola de la mejor herramienta: el internacionalismo. Stalin metió a sus hombres en la guerra para tener controlado el país “cuando la guerra se ganara”. Mil veces se enfurece Jesús con los comisarios políticos, que no tenían ni idea de lo militar. Pero, como contrapartida, dedica los mismos improperios a los “enchufados” del otro lado, como Serrano Súñer y Dionisio Ridruejo.

En un libro tan duro por el tema, no falta el tratamiento humorístico, como los uniformes que les hacían las mujeres antifascitas, que picaban como mil demonios. Y la versión segunda, para la Batalla del Ebro, que seguían picando pero además llevaban 6 botones dorados que permitían al enemigo hacer puntería fácilmente. En una ocasión, se encontró un italiano muerto en un granero y se puso su estupendo uniforme, hasta que lo vio El Campesino, le amagó un golpe en broma al estómago y le preguntó: “¿Qué haces tú vestido de italiano?”.

Dice mucho de él cómo conoció a su gran amigo en la orilla del Mediterráneo, donde había ido a parar y descansar cuando la buena suerte le metió cuatro trocitos de metralla en el cuerpo. Empezaron a caer bombas y todos se echaron al suelo menos Jesús y el que sería su amigo. Uno le preguntó al otro, “¿Por qué no te has echado?”; y el otro le respondió: “Por la misma razón que tú”. La amistad duró toda la vida y el amigo catalán puso a su disposición un apartamento en Blanes para que pasara las vacaciones todos los veranos.

El libro de Tessier tiene ocho capítulos, todos contando la dureza y, al mismo tiempo, muchas de las veces con un buen humor desbordante (no quiero spoilear). Al principio llenos de datos y precisiones; los del final, afectados por la edad y una enfermedad. Estos son los títulos:

1. El personaje
2. Una mañana de julio
3. En primera línea
4. Frente de Teruel
5. La madre de las batallas
6. Camino de Montjuic
7. Gott mit uns
8. La Guerra Mundial

Al final del 8, todo se acelera. Finaliza una subsección titulada RELEVO con el párrafo corto que transcribo y añade una brevísima despedida.

«Lo único que recuerdo de mi fobia a la nieve y el hielo es que a mi vuelta del Vóljov estuve varios años bebiendo whyski solo, sin hielo. En cuanto a las marchas, me dejaron la poca afición por los paseos que aún perdura, como protesta física por los mil kilómetros a pie.

ADIOS
Pero no sé si voy a poder seguir con el relato. Estoy muy cansado y me siento incapaz de hilar las historia.
Adiós, Jorge. Cumplido mi encargo.»

***

Sé, porque Jorge me lo ha contado, que durante cinco años no fue capaz de leer esta historia. Luego hicieron los añadidos que aumentan lo extraordinario del libro. La visión del padre de cada uno de los hijos escritores.


Noticias de la guerra, por Jorge M. Reverte

Es una tierna y cálida historia de un niño del bando nacional, que sabe que su padre fue un “héroe de Rusia”, pero desconoce que luchó en el bando republicano y no entiende que su padre, como su tío, no le enseñe las medallas conseguidas. Unos párrafos resumen muy bien la situación. Hijo de periodista, con nueve años lee todos los días de cabo a rabo Arriba y la sección de sucesos sangrientos del ABC.

«Hay días en los que me leo el periódico de cabo a rabo. Y uno de esos días me topo con el asunto de Gibraltar, que yo sé que es una roca amada por todo español, como asegura la canción. Me aplico a ello, y me indigno como el columnista por lo que ha sucedido. Si España hubiera entrado en guerra junto con Hitler, podría haber cambiado el rumbo de la contienda mundial, y Gibraltar sería español.
Desde luego, se lo comento a mi padre cuando vuelve a casa, muy tarde. Él asiente con gravedad: lo de Gibraltar es humillante, pero me dice que no sabe si habríamos ganado la guerra, y que habríamos tenido muchos muertos. Arrastrado por el espíritu patriótico que el articulista me ha metido en el cuerpo, le digo que sí, pero que habría sido por la patria.
Mi padre me abraza con ternura, me sube sobre sus rodillas, pese a mis años, y me dice entre risas incontenidas que él ya ha muerto mucho por la patria, que con ese muerto en la familia basta.
Puede en mí la tibia sensación de sus brazos sobre la humillación de mi incipiente pero arrollador patriotismo guerrero, y la ligera decepción que la actitud tan poco ejemplar me provoca.»


Un elegante superviviente, por Javier Reverte

A diferencia de Jorge, que cuenta la historia desde su infancia, Javier lo hace desde el momento en que está escribiendo. Recuerda al padre enigmático, melancólico y, sin embargo, la persona más alegre que ha conocido, junto con su madre, Josefina. Se amaron la mitad de su vida y dejaron de hacerlo, durante la mayor parte de la vida de Javier. Pero juntos o separados, les agradece a ambos que “nos hicieron a todos los hijos gente alegre”. Se centra en el atractivo de su padre Jesús, en su elegancia. Es muy interesante el análisis que hace de los “falangistas camuflados”, a los que detecta inmediatamente porque los conoció durante dos décadas. Pero elijo un párrafo que me hizo reír especialmente. Conforme los hijos van creciendo, la casa del padre se vallenando, sin que él lo impida, de pósters del Che Guevara y Ho Chi Min.

 «Todos los hijos le salimos de izquierda. Y él se lo tomó con humor, porque no creía ni en la izquierda ni en la derecha. En las primeras elecciones democráticas de 1977, votó una lista de extrema izquierda, porque Jorge formaba parte de la lista como candidato imposible. En las segundas, votó al Partido Comunista, porque yo era miembro del partido y, según me dijo: “Ahora te toca a ti”. Eso nos dijo, al menos. Después votó a Miguel Roca y debió ser el único voto que Roca sacó en Madrid. Mi padre, que era honradamente castellano, sin embargo admiraba a Cataluña más que a ninguna otra región de España. Quizá porque el mejor amigo que tuvo en su vida, junto al que combatió en el Quinto Regimiento de El Campesino, era catalán. Se llamaba Vaqué y, tras la guerra, puso en marcha la fábrica de plumas Inoxcrom y se hizo millonario. Todos los veranos, Vaqué le dejaba a mi padre una casa en Blanes, al lado del mar, y allí veranearon todos mis hermanos –yo ya no estaba en su casa—y luego él solo con su novia, con la que se casó poco después de morir mi madre. Mis hermanos y yo, nacidos todos en Madrid, compartimos el mismo cariño y admiración hacia Cataluña que él profesaba.»