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[Once meses sin aportar nada es demasiada vaguería. Quizá lo dejé porque lo que leo no suele estar en las mesas de novedades. ¿Qué importa?, me he dicho esta mañana. Esto es algo íntimo. Todo lo más, para curiosos].

viernes, 25 de febrero de 2011

día 1982. “The Corrections”, de Jonathan Franzen, y el “Diario de una traducción”, de Ramón Buenaventura. (II)

El Diario
Capítulo I del Diario

Su primer planteamiento es, lógicamente, plantearse lo primero: ¿lo traduzco o no lo traduzco, dadas las circunstancias? Y termina así:

¿Es un libro de tales características un objeto de deseo para traductores?
No lo sé. No para mí, en principio. Cuando Seix-Barral me propuso que ofrendara los seis meses siguientes de mi vida a la tarea de poner en castellano un libro de 568 páginas de 2.450 matrices cada una, escrito por un muy señor mío de quien no había oído hablar en mi vida, y cuya traducción, además, quedaba sometida a cláusula de aprobación por el autor, dije lisa y llanamente que no.
Capítulo II del Diario

Dedica esta página a explicar razones por las que su respuesta fue no. Copio lo principal, incluyendo una jugosa anécdota que revela lo desquiciado de este mundo de las autorías:

Primero, porque eran demasiadas páginas, y uno anda desde hace tres años gestando novela, y a uno le apetecía poquísimo meterse en tan prolongado empeño. Las traducciones largas acaban contaminando al traductor, empapándolo, rebalsándosele en los sesos, dejándole manchas de humedad por todas partes. No son buenas para un escritor.
[...]
Segundo, porque odio las cláusulas de aprobación por el autor. Mi experiencia, en ese sentido, es terrorífica. Ejemplo: cuando yo residía en despachos editoriales, una famosísima escritora neoyorquina —de muy perturbadoras iniciales— nos tuvo atascada una traducción durante semanas, enviándonos comentarios de 20 y 30 folios por capítulo y reclamando incluso que replanteáramos la tarea desde el principio, porque la versión que le proponíamos no era aceptable desde ningún punto de vista.
Sigue contando que, hablando con ella por teléfono, se enteró de que no sabía español y quien hacías las correcciones de “aceptabilidad” era el portero de su finca, madrileño que llevaba allí la ristra de años.

Capítulo III del Diario

Describe la aceptación, por motivos de amistad, y las razones internas por las que, habiendo leído solo las 4 o 5 primeras páginas, consideró que podría enfrentarse al libro. Normalmente pongo pequeños extractos, pero en este diario, de capítulos pequeños y muy ajustados a lo esencial, será mucho menos lo que quede fuera. Casi da pena quitar alguna palabra.

No había leído el libro. Sólo cuatro o cinco páginas —las primeras—, que me parecieron complicadas, pero no irritantemente difíciles. Supongo que no debemos considerar infrecuente el hecho de que un traductor emprenda la traducción de un texto sin haberlo leído antes. Unas veces, porque no ha habido tiempo; otras veces, porque bendito sea el trabajo, venga de donde venga y consista en lo que consista; y otras veces más, por... ¿Teoría personal? Convencido como estoy de que traducir es un acto recreativo (soy consciente del posible equívoco, pero déjenme dejarlo), creo que uno, cuando traduce obras cargadamente literarias, también puede emprender el proceso en igualdad de condiciones con el autor. Cuando Franzen escribió «THE MADNESS of an autumn prairie cold front coming through», primera frase del libro, quizá supiera ya cuál iba a ser la segunda, y la tercera, y la cuarta, más o menos, pero tuvo que crearlas, una por una, sacándolas del caos genésico en que se encuentran las palabras y las ideas antes de que alguien las exprese. Si el traductor crece con la obra, si va reescribiéndola según la lee [...] su capacidad de identificación con el texto puede reforzarse de modo casi mágico. Traducir no es leer. Traducir es convertirse en médium, dejarse ocupar la creatividad por otra persona, permitir que otro escritor escriba en nuestra lengua, con nuestra capacidad lingüística, lo que ya tiene escrito en la suya. Hay un acto de posesión que puede gustarnos o no (a mí no me entusiasma, porque me pesa demasiado el componente escritor), pero que en ciertos trabajos se me antoja indispensable. Qué le vamos a hacer.
Gran descripción del proceso real de una traducción, por el que todos los traductores hemos pasado. Imaginemos que un actor de teatro representara todos los días una obra de 8 o de 9 horas. ¡Qué difícil les sería quitarse la piel del personaje!


La novela

La novela está estructurada en secciones, cada una con su nombre y con un tamaño muy irregular, que depende de lo que el autor quiere contar en cada una. Y dentro de cada sección, hay subsecciones señaladas por un doble espacio, que marca que se pasa a otro tema. Es el momento de agradecer a la Editorial que en este libro caro, de casi 750 páginas, haya tenido a bien no incluir un índice con el número de página de cada sección.

1ª sección: St. Jude (página 9)
Es muy corta y solo consta de dos subsecciones.

En la primera (pp. 11-20), hace una descripción de la casa, de los padres (Albert y Enid), y de la causa de que la vida de Albert se desarrolle en el sótano. A continuación copio el primer párrafo, con la traducción de la primera frase, que hemos visto en inglés. Son descripciones casi perfectas que llaman la atención por la adjetivación casi humana de los objetos y su funcionamiento (“ráfagas de desorden, sucesivas”, “la discordia nasal de un esparcidor de hierba). Además, solo con ese párrafo como lector me apropié del ambiente. Me queda la duda, sin embargo, de si algunas adjetivaciones anclan el estado anímico o son “insustanciales”: esos adjetivos que matan “El sol bajo, en el cielo: luminaria menor, estrella enfriándose”. Pero ya sé que el estilo va a ser barroco y que esa duda me va a acosar en el libro

Locura de un frente frío de la pradera otoñal, mientras va pasando. Se palpaba: algo terrible iba a ocurrir. El sol bajo, en el cielo: luminaria menor, estrella enfriándose. Ráfagas de desorden, sucesivas. Árboles inquietos, temperaturas en descenso, toda la religión nórdica de las cosas llegando a su fin. No hay aquí niños en los jardines. Largas las sombras en el césped espeso, virando al amarillo. Los robles rojos y los robles palustres y los robles blancos de los pantanos llovían bellotas sobre casas libres de hipoteca. Las ventanas a prueba de temporal se estremecían en los dormitorios vacíos. Y el zumbido y el hipo de un secador de ropa, la discordia nasal de un esparcidor de hierba, el proceso de maduración de unas manzanas lugareñas en una bolsa de papel, el olor de gasolina con que Alfred Lambert había limpiado la brocha, tras su sesión matinal de pintura del sillón biplaza de mimbre.
[...]
El enemigo visible de Enid era Alfred, pero quien hacía de ella una guerrillera era la casa que a ambos ocupaba. [...] A Enid, por desgracia, le faltaba el temperamento necesario para mantener semejante casa, mientras que a Alfred le faltaban los recursos neurológicos.
[...]
¿Y el sillón? El sillón era monumento y símbolo, y no se podía alejar de Alfred. Como no había otro sitio, fue a parar al sótano, y Alfred con él. Y, así, en la casa de los Lambert, como en St. Jude, como en todo el país, la vida empezó a vivirse bajo tierra.

En la segunda subsección (pp. 21-22), nos enteramos de que van a hacer un viaje en el que van a ver a los hijos. Es la presentación de que estos existen. Alfred está nervioso con esa perspectiva y trastea por arriba. Cuando Enid le pregunta lo que está haciendo, hay una descripción de las condiciones neurológicas de este que me ha encantado:

—¿Qué haces, Al?
Se volvió hacia la puerta por donde ella acababa de aparecer. Empezó una frase —Estoy...—, pero así, cuando lo pillaban por sorpresa, cada frase se convertía en una especie de aventura en el bosque: en cuanto perdía de vista la luz del claro por donde acababa de adentrarse, se daba cuenta de que ya no estaban las miguitas que había ido dejando como rastro, que se las habían comido los pájaros, unas cosas silenciosas, muy hábiles, muy rápidas, que apenas distinguía en la oscuridad,

Jonathan Franzen, Las correciones; traducción de Ramón Buenaventura. Biblioteca Formentor, Seix Barral, abril de 2002
Ramón Buenaventura, Diario de un traductor: I a L, publicado en la sección El trujamán del Centro Virtual Cervantes entre el 29 de enero de 2003 y el 29 de abril de 2004

jueves, 24 de febrero de 2011

día 1983. Luis Sepúlveda nos cuenta la de un viejo que leía novelas de amor

No había leído a este chileno, ni siquiera sabía que tenía esta novela y el misterio se aclaró cuando vi en la primera página la firma de mi hijo: del traspaso de su biblioteca de antes a la mía, nada sé. Pero me ha dejado impresionado que la primera edición sea de febrero de 1993 y la novela que tengo en las manos es la reimpresión ¡65ª!, de enero de 2005. No es frecuente en nuestro país un éxito semejante, sin que ni siquiera me haya sonado haber leído críticas de los detractores de los éxitos. Así, la empecé con respeto.

Y la leí con gusto. Una novela sencilla que lees en dos sentadas. Bien estructurada en los temas y subtemas y con un lenguaje atractivo: suena a caribeña pero es amazónica. Ese lenguaje y esos personajes que suenan tan fuertes, tan distantes de nosotros (de ahí su atractivo). Aunque es una defensa del mundo amazónico propio, vale como defensa de la necesidad de que la omnívora sociedad superficial (la nuestra) no acabe con esos otros mundos sociales (ni su fauna, flora y medio ambiente) que han surgido en contacto con una naturaleza en la que nosotros no sabemos sobrevivir. Una sociedad basada en el respeto a esa naturaleza y el aprovechamiento de lo que da esta para vivir; aparentemente más felices que nosotros. Más allá de las graves cuestiones de medio ambiente (es decir, de lo que nuestro interés egoísta rechaza entre los que somos conscientes de que la desaparición de estos entornos afecta a nuestra vida, a tantos miles de kilómetros de distancia, porque la atmósfera carece de fronteras y delimitaciones), para mí se centra en la necesidad de que se puedan mantener esos pueblos que, con una tecnología tan válida como la de nuestra energía nuclear, han sabido vivir bien en ese entorno.

Por todo eso, he disfrutado leyéndola y me ha dado esa experiencia que me faltaba y que pido siempre a la literatura.

Aunque empieza con el doctor Rubicundo Loachamín, en una de sus dos visitas anuales al poblacho El Idilio, para ejercer como dentista en el atracadero, el protagonista es:

Antonio José Bolívar Proaño, un viejo de cuerpo correoso al que parecía no importarle cargar con tanto nombre de prócer.
—¿Todavía no te mueres, Antonio José Bolívar?
Antes de responder, el viejo se olió los sobacos.
—Parece que no, todavía no apesto. ¿Y usted?
—¿Cómo van tus dientes?
—Aquí los tengo, respondió el viejo, llevándose una mano al bolsillo. Desenvolvió un pañuelo descolorido y le enseñó la prótesis.
—¿Y por qué no los usas, viejo necio?
—Ahorita me los pongo. No estaba ni comiendo ni hablando. ¿Para qué gastarlos entonces?
El viejo se acomodó la dentadura, chasqueó la lengua, escupió generosamente y le ofreció la botella de Frontera.
—Venga. Creo que me gané un trago.
—Vaya que sí. Hoy día sacó veintisiete dientes enteros y un montón de pedazos, pero no superó la marca.
—¿Siempre me llevas la cuenta?
—Para eso son los amigos. Para celebrar las gracias del otro. Antes era mejor, ¿no le parece?, cuando todavía llegaban colonos jóvenes. ¿Se acuerda del montuvio aquel, ese que se dejó sacar todos los dientes para ganar una apuesta?

Y así, con diálogos como estos, como de realismo mágico refinado, y descripciones de las historias, la naturaleza, los indios y la vida en el asqueroso poblado que algún Gobierno quiso llenar con colonos, incumpliendo las promesas hechas de ayuda técnica, imponiéndoles un alcalde castigado a ese puesto por alguna que habría, y abandonándolos a su suerte, transcurre el libro. Fueron los indios shuar, compasivos al ver que se iban a morir de hambre, los que salieron de la selva para enseñarles a sobrevivir.

Bolívar Proaño fue mordido por una serpiente equis en territorio shuar y estos lo recogieron y curaron. Se quedó a vivir con ellos y aprendió la selva. Hasta que un hecho les obligó a despedirlo, con gran pena. Porque «eres como uno de los nuestros, pero no eres uno de los nuestros». Y en el poblado se quedó el viudo Bolívar Proaño. Se sorprendió al darse cuenta de que sabía leer y eligió las novelas de amor, o fue elegido por ellas, que el dentista le iba llevando, de dos en dos, con cada visita. Hay muchas frases que te invocan en la lectura, como esta:

Malhumorado, se puso la dentadura postiza y masticó los secos pedazos de hígado. Muchas veces escuchó decir que con los años llega la sabiduría, y él esperó, confiando en que tal sabiduría le entregara lo que más deseaba: ser capaz de guiar el rumbo de los recuerdos y no caer en las trampas que estos tendían a menudo.

Casi el último tercio del libro, el conflicto es una tigrilla a la que unos norteamericanos necios han matado a los cachorros, creándose en ella el espíritu de venganza contra los humanos. Bolívar se ve obligado a participar en el grupo de caza, quedándose solo al final y protagonizando la mejor narración de la caza entre la tigrilla y el viejo: dos seres desesperados que han perdido sus deseos, que conocen la selva, a su modo respetan la sabiduría del enemigo, y se tantean para encontrarse en el lugar y condiciones más apropiadas.

¿Es esto un spoiler? No creo, porque no he escrito lo que pasa. Y menos todavía cómo se cuenta lo que pasa.

Luis Sepúlveda, Un viejo que leía novelas de amor. Colección Andanzas, Tusquets Editores, primera edición de febrero de 1993, 65ª reimpresión de enero de 2005

miércoles, 23 de febrero de 2011

día 1984. “The Corrections”, de Jonathan Franzen, y el “Diario de una traducción”, de Ramón Buenaventura. (I)

Antes de empezar, quiero decir que esta serie, que irá apareciendo poco a poco, se la dedico a DI VAGANDO, con la que antes o después tendría que encontrarme por su “desconfianza” ante las traducciones.

Esto es un lujo impagable –por supuesto, no lo que yo escribo, sino el Diario de Buenaventura–. Y no creo que me equivoque mucho si digo que aunque muchos habréis leído Las Correciones, serán pocos los que visiten la sección El trujamán, del Centro Virtual Cervantes, y leyeran en su momento este documento excepcional: el diario que escribió un traductor “de los buenos” sobre el endiablado proceso de su traducción de un “libro de moda”. Ese, y no otro, es el regalo de esta serie.

Hacía tiempo que me había prometido el pequeño proyecto de releer ambos. Ahora, que Franzen ha vuelto a golpear la tecla del éxito (más o menos culto) con su nueva novela Freedom, y que tengo algo de tiempo, decidí que había llegado el momento. Pero en lugar de empezar con mis notas de ambos desde el principio, voy a hacer un ‘spoiler’ y empezaré por el final del Diario, poniendo enteras las tres últimas entradas.

Quizá parezca que doy ventajas a DI, con este inicio; pero la trampa está en lo de “traducción aceptable”. Más adelante, volveré a mi costumbre de los “extractos”, pero para empezar con fuerza, mejor darle la palabra entera al traductor. Que hable por entero, Ramón Buenaventura.


Diario de una traducción (XLVIII)
Por Ramón Buenaventura
Traducir bien The Corrections es imposible por acumulación de dificultades insalvables. Vamos a dedicar los últimos artículos de este ya largo diario de una traducción a repasarlas, como última lección de una experiencia que está bien para haberla vivido, pero que uno preferiría no añadirse otra vez al currículo.
Primera dificultad insalvable. Cuando una editorial decide publicar un libro tan exitosísimo en origen como The Corrections no solo tiene que pagar un buen adelanto, sino que ha de negociar con el autor y demás derechohabientes como si estuviese comprando el birlibirloque original de Midas (lo cual, a la hora de la verdad, puede no ser cierto; de hecho no resultó cierto, en el caso de The Corrections: el éxito europeo fue mucho más de prestigio que de gruesas ventas). Una de las concesiones que hubieron de hacer las editoriales europeas en este caso concreto consistió en aceptar la coordinación del lanzamiento; y ello implica casi siempre, para todos los afectados menos el que más manda, un acortamiento del tiempo disponible para el trabajo de traducción. Servidor de ustedes tuvo que traducir The Corrections a uña de caballo, quadrupedantemente, como quien dice, sin tiempo para asimilar bien los problemas del texto y poner en adobo las soluciones.
¿Culpa? De nadie. Así es la vida.
Segunda dificultad insalvable. El señor Franzen tenía su carrera literaria perdida cuando se puso a escribir The Corrections: sus libros anteriores habían gozado de críticas más o menos positivas, pero no habían superado los mínimos comerciales que permiten sobrevivir en un mercado como el editorial. De modo que decidió echar el resto en su nueva novela, y lo echó con feroz entusiasmo: ahí va todo lo que sé y todo lo que puedo pretender que sé (porque para eso están las enciclopedias y los opúsculos especializados). Medicina, comercio, finanzas, física, economía, sociología, química, ingeniería, cocina, publicidad, márquetin, moda, marroquinería, juguetes, frutos tropicales, automóviles, con un etcétera nada corto, todo ello investigado más o menos a fondo o, por lo menos, todo ello expresado en su jerga correspondiente.



Diario de una traducción XLIX
Por Ramón Buenaventura
[Seguimos con la segunda «dificultad insalvable»]
Buena parte de este revolcadero lingüístico es intraducible, porque la jerga ad hoc no se ha desarrollado igual en español. El traductor se encuentra una y otra vez con el mismo problema: sabe lo que el autor quiere decir, pero no puede expresarlo igual, con la misma eficacia; tiene que explicar. Un bono emitido por una autoridad municipal, que deja poco rendimiento pero es muy seguro, y que compran los pusilánimes financieros, puede explicarse, pero no nombrarse en español. Afortunadamente para la traducción, lo cierto es a) que el vocabulario especial se queda, casi siempre, en pura lentejuela literaria, casi enteramente prescindible; b) que, incluso, en algún momento el texto gana cuando de él se eliminan, por necesidad, determinados chistes o asociaciones basadas en términos profesionales y pelín traídas por los pelos en el original.
Pero, ojo: que una traducción pueda funcionar mejor que el original en determinados pasajes no significa que sea buena, sino aún más traidora de lo habitual.
Tercera dificultad insalvable. Una de las muchas y variadas catástrofes sociales, económicas, culturales, etc., que hoy en día vivimos no tiene nombre, porque nadie la ha estudiado aún con el necesario detalle, pero podríamos denominarla «pérdida casi total de las referencias comunes».
Hablo de la comunicación por alusiones que venimos practicando desde los principios de la raza humana (es decir de la lengua). Su máximo ejemplo de eficacia está en aquel metachiste que corrió, en tiempos, hasta por el Selecciones del Reader’s Digest: ese grupo de gente que se conoce tanto, y tan bien, que para contarse chistes sólo tiene que cantar el número. ¡El siete! Y todos se despepitan de la risa, menos los dos o tres a quienes no les hace ninguna gracia esa cifra concreta.




Diario de una traducción (y L)
Por Ramón Buenaventura
[Seguimos con la tercera «dificultad insalvable»]
Eso, señoras y señores, c’est fini. Hemos perdido o estamos perdiendo sin que nadie pueda evitarlo las referencias tradicionales de la cultura occidental. Ya casi no podemos abreviar nuestra comunicación mediante los lugares comunes de la religión, la mitología, la literatura, las artes. Persisten algunas referencias (no sé: Adán y Eva, el caballo de Troya, Salomón, Júpiter, Venus, don Quijote, don Juan), pero la mayoría se han trocado en misterios insondables para la gente de nuestra época, cuando no remiten al cine o la publicidad. Por ejemplo: Correcaminos es mucho más rápido que Mercurio, dónde va a parar.
Lo malo de todo sistema de referencias en proceso de creación es que nadie sabe cuánto van a durar los elementos que nos propone. Las gracias publicitarias son como triquitraques y casi ninguna queda. Las gracias cinematográficas persisten algo más («nadie es perfecto», «siempre nos quedará París»), pero tampoco son fiables al cien por cien. Y, ahora, Internet consume cincuenta mil tópicos a la semana sin pestañear.
The Corrections está repleto de referencias postuladas que no sólo son provisionales, sino también locales norteamericanas. Por ejemplo: el lector debe entender que un personaje abunda en horterío porque compra los muebles en tal sitio (una tienda de la que no hemos oído hablar por nuestros pagos, por supuesto). Y ¿qué puede hacer el traductor? No mucho, porque ha de someterse a una decisión totalmente equivocada del autor: como ya contamos en los primeros artículos de esta serie, nada puede explicarse que él no explique.
En fin. El resultado de todo esto es, en mi interior, una extraña combinación de sentimientos. Por un lado, se queda uno frustradísimo, porque las condiciones no le han permitido disfrutar de la traducción y —perdóneseme la arrogancia, creo que justificable, en este caso— lucirse con ella; por otro lado, está uno orgulloso de haber superado parcialmente la imposibilidad, para ofrecer al lector de lengua española un reflejo aceptable de The Corrections.
Termino con una nueva referencia cultural:
That’s all, folks!
Jonathan Franzen, Las correciones; traducción de Ramón Buenaventura. Biblioteca Formentor, Seix Barral, abril de 2002
Ramón Buenaventura, Diario de un traductor: I a L, publicado en la sección El trujamán del Centro Virtual Cervantes entre el 29 de enero de 2003 y el 29 de abril de 2004

domingo, 20 de febrero de 2011

día 1985. Mujer (Menchu Gutiérrez) hablar con lengua de serpiente en La tabla de las mareas

«Lo que vemos en el espejo no es una lengua bífida, sino dos lenguas –la izquierda y la derecha– perfectamente diferenciadas.
Ambas parecen inquietas y levantan sus extremos puntiagudos como cabezas de serpientes alertas.
La lengua derecha habla como un mercader, ordena su discurso –palabra número uno, palabra número dos, palabra número tres– y lo dispara, con un deje vulgar que inspira confianza, con la habilidad de un subastador de pescado en una lonja, hacia el oído que espera pulcritud de ideas.
Por el contrario, la lengua izquierda apenas es capaz de hilvanar dos o tres palabras, que salen atropelladas, y es en apariencia una lengua torpe, atrofiada. Sin embargo, cada palabra que pronuncia la lengua izquierda tiene un poder paralizante.» [p. 69]

Cierto, Menchu Gutiérrez, que usas la lengua derecha y nos cuentas una historia con un lado derecho de la ría, donde está la iglesia blanca y un lado izquierdo con la iglesia negra, que ningún sacerdote atiende, pero que en ese lado están el demonio y la demonia y aparecen los feligreses de los domingos en la iglesia blanca. Y hay una niña y un demonio y una demonia, y una mujer mayor, y una mujer joven, un hombre joven, un sacerdote de la iglesia blanca, un perro, un hombre mayor, un hombre maduro. Y hay una historia que la lengua derecha cuenta atomizada, que el lector inquietado reúne él solo. Hay un crimen negro, denso y horrendo. Que asumen y se comen. Hay una historia con un título.

Pero también hay, Menchu Gutiérrez, palabras pronunciadas con la lengua izquierda que dejan paralizado. Y eso, hablar con lengua de serpiente, no lo saben hacer todos los que escriben.

«La iglesia blanca y la iglesia negra se reparten el bosque para sus festejos.
Hay un reparto de horas y de estaciones; un reparto, también, de la inteligencia del bosque, y un extenso libro en el que se inscribe la tabla de sus mareas: mareas de luz y de temperatura, mareas altas y bajas de virtud blanca, de virtud negra, de vicio negro, de vicio blanco.
El bosque vive una marea alta de virtud negra y, a su paso, la demonia enciende esta virtud en la tierra, en el aire, en las plantas, en los árboles.
El reparto de las iglesias es ecuánime y, en la tabla cambiante de las mareas, otro día, esta misma hora de la tarde puede festejar el vicio blanco, o su aliada, la virtud.
Hoy, todas las cosas enterradas del bosque se desentierran. El bosque se invierte, y las raíces negras ocupan el lugar de las ramas. Infinitas horcas penden de estas ramas, infinitos espectros de ahorcados.
[...]
La niebla vaginal arremete contra el miedo fálico.
La demonia sale del bosque dejando tras de sí un pequeño reguero blanquecino que ahora la tierra interpreta.
Al contacto con la tierra, el semen del hombre maduro exhala un leve vapor; la tierra se queda con lo demás y abona sus larvas desheredadas.» [pp. 49-50]

Menchu Gutiérrez, La tabla de las mareas; Editorial Siruela, 1998

jueves, 17 de febrero de 2011

día 1986. Viaje de estudios: rozado por el lenguaje de Menchu Gutiérrez


Lo he leído y ha pasado algo, un suceso. Pero no lo puedo describir, porque no sé cómo pensarlo. Compartes con el narrador, un miembro de un grupo de huérfanos educados, ¿adiestrados?, para un objetivo vital, que van conjeturando poco a poco. Le acompañas en esa vida de estudios, de orfanato en orfanato, de aula en aula, de tren en tren, de monasterio en monasterio. Cada vez de un grado más avanzado. Pero como el narrador, no sabes nada. Sigues y persigues, como él, esta aventura intelectual, o espiritual. En un momento avanzado del viaje, comparten universidad con alumnos con apellidos, no huérfanos. Es la única indicación de que hay otro mundo, porque el de los huérfanos, el de la búsqueda o cometido, es terriblemente primario. A la mitad de libro aparece un mapa marcado todo con la nieve constante: solo unos puntos para señalizar los monasterios y los orfanatos, o el tren que los encadena. Un mapa sin escala ni referencia posicional.

A pesar de todo, seguí la aventura, esta autointerrogación constante, esta construcción hecha solo con un lenguaje absolutamente preciso, pero sin referencias a una realidad. Un lenguaje como el de los dos extractos siguientes, que te interpela, te acaricia y te retiene:

... Cantan y rezan. El canto recupera otra clase de respiración: una respiración anterior al aire, una especie de protorrespiración manchada de negro.
¿Lo han pintado de negro porque el laberinto ha perdido su antiguo significado o porque necesitan aplacar su poder interrogador? ¿Es el círculo negro un estadio superior del círculo negro que se abre en la nieve? ¿Es este círculo negro padre del círculo negro de nuestras celdas? ¿Es este círculo negro hijo del círculo negro que se abre en la nieve? ¿Cuántos círculos negros hay? (¿Cuántas calderas? ¿Cuántos fosos? ¿Cuántos agujeros?)
Nadie responde a estas preguntas que, en realidad, no llegan a formularse. Y no llegan a formularse porque se intuyen las respuestas químicas. [p. 31-2]

La espera del quinto orfanato era mucho más intensa que la del cuarto orfanato. El huérfano había crecido en conocimientos y en orfandad. El huérfano estaba cada vez más lejos de su origen de huérfano, y esa fuerza con la que el tiempo le empujaba lejos de su huevo —no fecundado, no incubado por padres—, era la misma con la que el futuro parecía repelerle. La fuerza, como la luz, parecía invertirse también, con el día y la noche de su realidad. [p. 77]

Menchu Gutiérrez, Viaje de estudios; Editorial Siruela, 1995

martes, 15 de febrero de 2011

Día 1987. Thomas de Quincey cuenta a C. Wasianski contando los últimos días de Kant





El prólogo

Poco sabía de De Quincey, salvo que había escrito El asesinato considerado como una de las bellas artes y Confesiones de un comedor de opio inglés, títulos lo suficientemente atractivos que, unido a mi querencia por el XIX inglés, me aseguraban que algún dí los leería (los leeré). También sabía que Baudelaire había usado una traducción libre del segundo de los libros para Un comedor de opio, de su libro Los paraísos artificiales. Así como su cercanía con los poetas del grupo Lakista.

Empezar por este librillo, que encontré el otro día en una las oscuras segundas filas de la librería, es hacerlo por lo pequeño; pero también, aumentar el deseo de leer más de él. Sobre todo los dos citados al principio. Cuenta el traductor, Javier Carreras Egaña, en un interesante prólogo que denota que era un gran conocedor del asunto, varias cosas de interés sobre De Quincey.

[Como el interés de Baudelaire por el autor] ... se interesó por De Quincey, como se interesó por Poe y por tantos otros escritores considerados como malditos. ... Sin embargo, no se refiere a su malditismo cuando dice de él: «No sólo se creó la fama de uno de los espíritus más originales, más auténticamente humorísticos de la vieja Inglaterra, sino también de uno de los caracteres más afables, más característicos que han honrado la historia de las letras...». Esta afirmación, una vez que se le ha leído, no sorprende en absoluto.

Tanto esta obra, como las otras dos que la acompañan, sin incluirse en la portada. Y en referencia a que era un erudito, no hay mejo modo de verlo ilustrado en las dos páginas que aparecen escaneadas: solo un pequeño trozo pertenece a la obra, mientras el resto, en cuerpo más pequeño, pertenece a una nota, iniciada en la página anterior, sobre el idioma alemán y las razones de que mientras su antecesor, Leibnitz, lo había escrito todo en francés.

[Termina el prólogo con este párrafo] Aunque la única obra que se puede considerar estrictamente original, de las que forman este volumen, sea Juana de Arco, todas lo son por su modo particular de tratar cualquier tema y por su dominio del estilo de largos periodos, que Baudelaire calificó de «pénétrante et féminine».

La obra

Desde el principio, hay una categorización que facilita la lectura. Es fácil en ello reconocer al escritor inglés. Por ejemplo, aquí, para describir las razones del desconocimiento de la obra de Kant entre el público inglés:

...Es cierto que, sin falta de liberalidad por parte del público, las obras de Kant no se consideran, en este país, con el mismo interés que se ha acumulado sobre su nombre; esto se debe atribuir a tres causas: primera, la lengua en que están escritas esas obras; segunda, a la supuesta oscuridad de la filosofía que contienen, bien sea inalienable, bien sea debida al particular modo que Kant tiene de exponerla; tercera, a la impopularidad que tiene toda filosofía especulativa, sin importar el modo en que esté tratada, en un país donde la estructura y tendencia de la sociedad imprime sobre el total de la nación una dirección casi exclusivamente práctica.

La claridad de la exposición es total. Todo lo importante que sabe sobre el tema, lo cuenta ordenadamente. Con el mismo detalle, cita meticulosamente sus fuentes y, a continuación, él mismo se refiere al “defecto” de las obras de este tipo y las dos objeciones que se les hacen:

Esta es a grandes rasgos la vida de Kant. Pero su vida fue notable, no tanto por sus incidentes como por la pureza y dignidad filosófica de su tenor diario: de este se obtendrá la mejor referencia de las memorias de Wasianski sustentadas y verificadas por los testimonios colaterales de Jachmann, Rink, Borowski y otros.

El principal defecto de ésta y de todas las memorias de Kant es que informan muy escasamente de su conversión y opiniones. Quizá el lector esté dispuesto a quejarse de que algunas de las observaciones son demasiado minuciosas y circunstanciales, tanto como para ser, por una parte, poco dignas, y por otra, infieles. Con respecto a la primera objeción se debe constatar que las habladurías biográficas de esa clase y el escrutinio poco caballeroso en la vida privada de un hombre; si bien no son lo que un hombre de honor permitiría que se escribiese, se deben leer sin remordimiento y, cuando el asunto es la vida de un gran hombre, con provecho. En cuanto a la otra objeción, apenas sabría cómo escuchar al señor Wasianski de que se arrodillara al lado de su amigo agonizante, con el fin de registrar, con la precisión de un taquígrafo, el último latido del pulso de Kant y el quehacer de la naturaleza, esforzándose al límite de sus posibilidades, excepto al suponer que su idealizada concepción de Kant, como de un ser para todas las edades, le pareciera trascender y absorber las restricciones ordinarias de la sensibilidad humana, y que bajo esta impresión otorgó esto a su sentido del deber público, el cual, debe esperarse, habría depuesto de buen grado ante el impulso de sus emociones personales. Vamos ahora a comenzar, pero antes establezcamos que en la mayor parte es Wasianski quien habla.

Y a partir de ahí, es Wasianski, quien se convirtió en los últimos años en su hombre de confianza, “quien habla”. Es decir, es De Quincey, con esos largos períodos, “penetrantes y femeninos”, como el de la “segunda objeción”, quien organiza y escribe.

Nos entremos de la ordenada vida de Kant: era despertado a las 4:45 y a las cinco tomaba su desayuno de “una taza de té”, eufemismo que representaba varias tazas, y la única pipa de tabaco que se permitía. Pasaba a su estudio, donde leía, escribía, preparaba sus clases de la Universidad, a la que acudía para darlas cuando tenía que hacerlo. A la una, llegaban los invitados, de diversas clases sociales y edades, en número no inferior a tres ni superior a nueve, pues no podían ser menos que las Gracias ni más que las Musas, comida en la que conversaban primero del tiempo, que era un tema ligero al que Kant otorgaba un gran papel sobre la salud, y, saltándose cualquier tema local, hablaban después de la política en Europa y de todo tipo de teorías filosóficas y asuntos científicos, que un filósofo de la época debía dominar. Después, paseaba y hacía ejercicio. Al regresar, en el gabinete volvía a leer, solamente a leer, y a contemplar por la ventana la torre de una iglesia. Tanto le gustaba esto que, deprimido por unos olmos que habían crecido y le tapaban la vista, al enterarse el dueño de la tierra de que le producían ese efecto mandó talarlos por respeto al maestro. Se acostaba a las diez, envolviéndose mediante movimientos laterales en los cobertores hasta que quedaba como en un sudario, y se dormía.

El almuerzo era su única comida del día, y a él se refieren varias páginas. Tanto a la comida como a los conversaciones. Me ha resultado gracioso el que sobre todo se conversara, sacando el criado platos del que se servía solamente aquel al que ese plato le resultara atractivo.

Termina el libro con una descripción cada vez más minuciosa de los tiempos de la enfermedad, con el cambio de carácter de Kant. Detallada en los últimos días. Hasta que murió en la noche de un 12 de febrero, siendo enterrado con pompa el 28 de ese mes.


Thomas de Quincey, Los últimos días de Kant; prólogo y traducción de Javier Carreras Egaña. Colección La fontana literaria, ediciones FELMAR, Madrid 1975

domingo, 13 de febrero de 2011

Día 1988. Antología “La geometría del amor” de John Cheever. Cuentos 14_18

La cuarta alarma

El protagonista, que como se cuenta en la introducción de Fresán ha sacado el relato de un vergonzoso acto del autor, no se me hace simpático: toda la simpatía se me va hacia la esposa. Pero ello no quita que sea un personaje entero: expuesto, pero bien descrito.

En Treetops, Susan Cheever recuerda —a propósito del origen real de esta ficción—: «Después de que mi madre dejara su trabajo en el Briarcliff College consiguió otro en la Rocksland Country Day School, al otro lado del río Hudson, donde participó en la escenificación amateur de una obra de teatro. En la obra, mi madre hacía un personaje en una boda. Mi padre se vio obligado a asistir a la función bajo protesta. Y cuando durante la representación en el escenario, el actor/sacerdote preguntó si alguien conocía algún impedimento para que el matrimonio no se celebrara, mi padre se puso de pie entre el público y generó un gran escándalo al gritar que esa mujer, mi madre, no podía casarse porque ya estaba casada con él. Mi padre era un hombre muy famoso y conocido y todos celebraron su interrupción y nadie hablaba de otra cosa después del estreno.»


Miscelánea de personajes que no figurarán

En siete apartados, renuncia a los tipos de escritura que se le critica. Claro que al leerlos, el lector desea que no renuncie a ello.

«Zam, Blam, Pow. Aquí termina mi intento de practicar la ficción del ayer. Nadie la lee desde hace cuarenta años. Desapareció junto con la pintura de caballete, y por pintura de caballete uno se refiere a esos cuadros que solían ser exhibidos en un caballete», ironiza John Cheever al principio del experimental “The President of the Argentine”.»
Uno de los relatos más atípicos y extraños en el corpus de los cuentos de Cheever, puede ser leído como feroz respuesta a los críticos que no dejaban de señalar la atomización de tramas en sus novelas como forma de insalvable imperfección y también como una feroz parodia de la propia obra que anuncia intenciones estéticas que, claro, el escritor no pensaba cumplir ni cumplió.
[...]
Dijo el escritor John Irving: «Gracias al escritor John Irving, conozco mejor a sus personajes que a muchas personas de carne y hueso, y admiro la gracia y el afecto que transmite cuando escribe a sus criaturas.»

La muerte de Justina

«La muerte de Justina» es uno de los relatos más críticos y despiadados de John Cheever a la hora de condenar la sociedad de consumo y el american way of life. [...] Aquí aparece uno de los párrafos más citados para establecer un Credo Cheeveriano: «La novelística es arte y el arte es el triunfo sobre el caos (nada menos) y podemos alcanzar este propósito sólo gracias al más atento ejercicio de la selección, pero en un mundo que cambia más velozmente de lo que podemos percibir siempre existe el peligro de que se confunda nuestra capacidad de selección y que la visión que proponemos acabe en nada.»

El marido rural

«Dos de los escritores más conocidos por su falta de entusiasmo (y hasta el desprecio) por la obra de sus colegas —Truman Capote y Vladimir Nabokov— no dudaron en su momento a la hora de elogiar a Cheever. Así, ambos escritores coinciden y se encuentran en el nombre y en la elección de este relato misterioso y magnífico —una nueva variación sobre el Aria Cheever: un hombre atrapado por su entorno sin comprender cómo es que llegó allí en primer lugar— que para muchos constituye el mayor logro literario en toda la carrera de Cheever. Una micronovela de construcción milagrosa e inimitable cuyas sucesivas lecturas no hacen más que acrecentar su enigma indescifrable para lectores y, sobre todo, escritores que se acercan a este relato con la misma devoción temerosa que otros dedican a Chartres, Keops o Teotihuacán.
«John Cheever... muy bueno... muy buenos cuentos. ¿Cómo se llamaba aquél? ¿El marido rural?», susurró Capote.
Nabokov va todavía más lejos: solía incluir “El marido rural” en el programa de lecturas de sus clases [...] le dedica el siguiente párrafo: «La historia constituye en realidad una novela en miniatura bellamente narrada, de modo que la impresión inicial de demasiadas cosas sucediendo al mismo tiempo se ve finalmente redimida por la satisfactoria coherencia a la hora de ordenar sus interrelaciones temáticas».
[...]
En una entrevista de Robert Cromie, Cheever explica: «Hay un cuento mío llamado “el marido rural” que culmina algo así como diecisiete imágenes, incluyendo a un perro con un sombrero en su boca, creo, y un tren, y una estrella, y un gato con un vestido, y un hombre, y una mujer, y más. Todo eso al mismo tiempo, y es un efecto maravilloso. Es una de las cosas más excitantes que le puede suceder a uno, pienso. Recuerdo haberlo escrito y salir corriendo de la habitación gritando “¡Miren! ¡Miren!”».

Una visión del mundo

“Una visión del mundo” es, seguro, la mejor de muchas epifanías escritas por Cheever, uno de sus más grandes logros en la crítica de los ritos perversos de la vida moderna y su entorno, y una demostración de su técnica y su prosa [...] a la hora de sostener una trama compuesta íntegramente por sueños (Tengo sueños de una densidad que me gustaría trasladar a mis ficciones”, desea en sus Diarios) y percepciones del universo hasta construir una serie de plegaria donde la lluvia (el agua) vuelve a presentarse como agente redentor.
[...]
Aquí, más que en ninguna parte, se hace evidente el mandato que Cheever se impuso para su vida de escritor y que aparece con emocionante claridad en sus Diarios: «Escribir bien, con pasión, con menos inhibiciones, ser más cálido, más autocrítico, reconocer el placer de la lujuria tanto como su fuerza, escribir, amar. [...] No disimular nada ni ocultar nada, escribir sobre las cosas más cercanas a nuestro dolor, a nuestra felicidad; escribir sobre mi torpeza sexual, el sufrimiento de Tántalo, la magnitud de mi desaliento —creo entreverlo en sueños—, mi desesperación. Escribir sobre los necios sufrimientos de la angustia, la renovación de nuestras fuerzas cuando aquéllos pasan; escribir sobre la penosa búsqueda del yo, amenazado por un extraño en la oficina de correos, un rostro apenas entrevisto en la ventanilla de un tren; escribir sobre los continentes y las poblaciones de nuestro sueños, sobre el amor y la muerte, el bien y el mal, el fin del mundo».


John Cheever, La geometría del amor, antologado y comentado por Rodrigo Fresán; traducción de Aníbal Leal. Colección Lingua Franca, Emecé.


jueves, 10 de febrero de 2011

Día 1988. Antología “La geometría del amor” de John Cheever. Cuentos 11_13

Si lo que digo de este relato pertenece a la introducción que de cada cuento hace Rodrigo Fresán, irá en cursiva; si es del propio cuento, en redondilla normal. Si es un comentario mío, irá al principio, en redondilla y sin sangría.


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El océano

Es difícil leerlo sin que la ira se vaya apoderando de uno. Ese final de olvido o memoria, de vida o muerte, te deja en un pozo.

Escrito como homenaje y forma de solidarizarse con su amigo Arthur Spear —quien acababa de perder su trabajo en la World Book Company—. “El océano” es uno de los mejores relatos de Cheever a la hora de tratar la falta de humanidad del mundo de los negocios y la caída libre de un ángel en desgracia, a la vez que funciona como una cruel radiografía de los momentos más oscuros de su matrimonio con Mary (“Mary Maldiposta” es una anotación recurrente en sus Diarios y por los días de la escritura de este relato) y su turbulenta relación con su hija Susan. Aquí, mejor que casi en ninguna parte, aparecen sus días de cafard y su perfil de bête noir y, como suele ocurrir en varios de sus cuentos, una epifanía final y acuática ofrece cierto consuelo, cierta posibilidad de redención.
De los Diarios: Mi hija dice que la mesa de nuestro comedor es un estanque lleno de tiburones. Me enojo. No soy un tiburón sino un delfín. Etc. Pero caemos en la banalidad de las situaciones familiares. Susie comete el error de no atreverse a no ser inventada por mí, reírse cuando no corresponde, decir cosas que no he escrito. ¿Significa que soy incapaz de amar o que solo puedo amarme a mí mismo?»

«[...] Mi padre era un hombre solitario, pero hay muchísimos hombres solitarios. Naturalmente, no lo dicen. ¿Quién dice la verdad? Uno se encuentra en la calle con un viejo amigo. Tiene un aspecto infernal. Uno siente miedo. El rostro gris, y se le cae el cabello y le tiemblan las manos. Y uno dice: “Charlie, Charlie, ¡qué bien se te ve!”. Y él contesta, y le tiembla todo el cuerpo: “En mi vida, jamás me sentí mejor”. Y después, cada uno sigue su camino».

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El nadador

Ciertamente, la película no le hizo favor alguno al relato. Cuando acabas de leerlo, con ese final que en cierta manera se asemeja al del relato anterior, te preguntas a ti mismo qué parte de tu oscuridad habrá resonado con la del personaje. El final, que copio, es grandioso, pero un poco spoiler para los que no gustan de conocerlo de antemano. En ese caso, la responsabilidad de no abstenerse pasa al lector. Anoto también algo que se encuentra en muchos de sus cuentos la atracción el uso de las interrogaciones en frases que se podrían haber expresado con afirmaciones y un matiz de posibilidad.

“El nadador” es, quizá, el relato más conocido de John Cheever.
Una extraña película dirigida por Frank Perry y protagonizada por Burt Lancaster (en una de las escenas, si se presta atención, puede observarse a John Cheever, cóctel en mano, junto a una de las piscinas) no le ha hecho ninguna justicia a este cuento aparentemente sencillo en su forma pero más que complejo en sus intenciones, [...] Es,, junto a “El marido rural”, el intento más exitoso del autor a la hora de trasladar motivos antiguos y mitológicos al territorio del suburbio, a la vez que está plagado de ecos de otros textos. [...] Pero también recuerda esas tramas que logran concentrar una vida entera en, apenas, un día o un instante, y lo que en principio parece una despiadada y realista fotografía comienza a revelarse como un paisaje que termina bordeando lo fantástico.
A la hora de referirse a “El nadador”, Cheever —quien escribía sus cuentos en dos o tres días— siempre insistió en las dificultades de su escritura. Dos meses de trabajo constante y “ciento cincuenta páginas de notas para quince páginas de cuento”. La idea original era una sencilla fábula alrededor del tema de Narciso. Pero, enseguida, le pareció absurdo limitar la trama a una simple variación contemporánea del mito. Así que permitió que el trágico Neddy Merril nadara libre «por un inmenso número de piscinas —¡treinta!— y algo comenzó a vivir. Frío y silencio. Comenzaba el invierno. A pesar de todo. Fue una experiencia terrible escribir ese cuento. Es decir, estoy orgulloso de haberlo hecho pero el resultado fue que no solo el Yo Narrador sino también el Yo John Cheever se convirtieron en parte de ese invierno. Tardé mucho tiempo. Tardé mucho tiempo en poder volver a escribir otro cuento.» [...] “El nadador”, está claro es el invierno del descontento de Cheever.

«El lugar estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que todos se habían acostado? ¿Lucinda se había quedado a cenar en casa de los Westerhazy? ¿O habían convenido, como solían hacer el domingo, rechazar todas las invitaciones y quedarse en casa? Probó las puertas del garaje para ver qué automóviles había allí, pero las puertas estaban cerradas con llave y de los picaportes se desprendió óxido que le manchó las manos. Se acercó a la casa y vio que la fuerza de la tormenta había desprendido uno de los caños de desagüe. Colgaba sobre la puerta principal como la costilla de un paraguas; pero eso podía arreglarse por la mañana. La casa estaba cerrada con llave, y él pensó que la estúpida cocinera o la estúpida criada seguramente habían cerrado todo, hasta que recordó que hacía un tiempo que no empleaban criada ni cocinera. Gritó, golpeó la puerta, trató de forzarla con el hombro y después, mirando por las ventanas, vio que el lugar estaba vacío.

*****
El mundo de las manzanas
El último párrafo, sobre la literatura, sacado de los Diarios, aunque muy conocido merece siempre la pena releerlo.

Considerado —con cierta justicia— el relato más representativo del último período de Cheever [...], “El mundo de las manzanas revisita temas típicos de la ficción de Cheever, pero en un contexto diferente. Aquí están, otra vez, la polaridad aparentemente irreconciliable entre carne y espíritu, la lucha entre la memoria y el olvido, los dos rostros de la naturaleza como fuerza primordial. Pero también se ofrece un manifiesto personal y una summa estética de toda una carrera luchando contra las limitaciones del lenguaje en la piel del expatriado Asa Bascomb —un poeta à las Robert Frost a la vez que transparente alter ego de Cheever— quien, por una rara vez, se decide a presentarnos a un animal literario puro (y no a un publicista o a un guionista de televisión) como protagonista y héroe. Como muchas de las historias de Cheever, ésta concluye con una suerte de epifanía bautismal del hombre para sólo así producir una transfiguración de todo lo que le rodea.
Una de las últimas anotaciones en sus Diarios dice: «Voy a escribir lo último que tengo que decir, y creo que lo hago pensando en el éxodo, En mi discurso del 27 diré que no poseemos más conciencia que la literatura que ; que su función como conciencia es informarnos de nuestra incapacidad de aprehender el horrendo peligro de la fuerza nuclear. La literatura ha sido la salvación de los condenados; la literatura, la literatura ha inspirado y guiado a los amantes, vencido a la desesperación, y tal vez en este caso pueda salvar al mundo».

John Cheever, La geometría del amor, antologado y comentado por Rodrigo Fresán; traducción de Aníbal Leal. Colección Lingua Franca, Emecé.

martes, 8 de febrero de 2011

Día 1989. Antología “La geometría del amor” de John Cheever. Cuentos 7_10.

Si el relato pertenece a la introducción que de cada cuento hace Rodrigo Fresán, irá en cursiva; si es del propio cuento, en redondilla normal. Si es un comentario mío, irá al principio, en redondilla y sin sangría.

Las joyas de los Cabot

En el primero de los extractos del cuento, describe magistralmente la diferencia entre Nueva York y los pueblos, desde el punto de vista de los del pueblo. En el segundo, repite magisterio comparando, en el mismo pueblo, la acomodada zona occidental y la paupérrima zona oriental. La clasificación social con descripciones literarias pero certeras es uno de sus puntos fuertes.

Parte del genio de John Cheever reside en que no importa por dónde se mueven sus personajes, ellos siempre habitarán un mundo capaz de cualquier transfiguración, un lugar donde tanto lo demoníaco como lo angélico tienen sitio y cuyo mapa se las arregla —en su aparente caos dionisíaco y belleza apolínea— para recordar en todo momento el Olimpo de los antiguos griegos, donde las distancias que separaban a los hombres de los dioses eran, a menudo, insignificantes.
[...]
«”Las joyas de los Cabot” es mi cuento más ambicioso técnicamente en el sentido de que me preocupé de cambiar sunota y afinación no sólo en cada párrafo sino casi en cada oración, porque ese es el modo en que vivimos, el modo en que conversamos y el modo en que nos amamos los unos a los otros...», explicó unavez el autor en una entrevista.

Por supuesto están los Lowell descarriados, los Hallowel descarriados, los Eliot, los Cheever, los Codman y los English descarriados, pero hoy nos ocuparemos de los Cabot descarriados. Amos venía de la costa meridional, y tal vez nunca oyó hablar de la rama de la familia que habitaba la costa norte. Su padre había sido rematante, lo cual en esos tiempos significaba una mezcla de actor y traficante de caballos, y a veces estafador. Amos poseía bienes raíces, era el dueño de la ferretería y los servicios públicos, y uno de los directores del banco. Tenía una oficina en el edificio Cartwright, frente a la plaza. Su esposa provenía de Conecticut, un lugar que para nosotros era entonces un desierto lejano, en cuya frontera oriental se elevaba la ciudad de Nueva York. Nueva York estaba poblada por extranjeros premioso, inquietos y avaros que no tenían carácter suficiente para bañarse con agua fría a las seis de la mañana y vivir serenamente una vida de horrible estío.
[...]
Los niños se ahogan, mujeres bellas sufren mutilaciones en accidentes de automóvil, los cruceros de placer naufragan y los hombres mueren lentamente en las minas y los submarinos, pero el lector no descubrirá nada de eso en mis relatos. En el último capítulo la nave llega a puerto, los niños se salvan, rescatan a los marineros. ¿Se trata de una enfermedad de la gente refinada o de la convicción de que existen verdades morales discernibles? El señor X defecaba en el primer cajón del armario de su esposa. Es un hecho, pero afirmo que no es una verdad. Cuando describo a Saint Botolphs prefiero quedarme en la orilla occidental del río, donde las casas eran blancas y repicaban las campanas de la iglesia; pero después de pasar el puente uno encontraba la fábrica de vajilla de plata, los bloques de pisos (propiedad de la señora Cabot) y el hotel comercial. Con la marea baja se podía oler el gasoil que venía del pequeño puerto de Travertine. Los titulares del periódico hablaban de un cadáver descubierto en el baúl. En las calles las mujeres eran feas.

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El ángel del puente

En la introducción, Fresán traza las claves. Añado la “superficialidad débil” de esas enfermedades (qué simple, pero milagrosa, solución tienen; cuando la tienen). Es importa cómo se gradúan afectando a “todos”: de ahí que sea algo no individual, sino “sociopolítico”. También es muy interesante su repugnancia a la fealdad urbana. Desde Europa, incluso en las cuidadas importantes, espantan esos largos callejones laterales que solo parecen servir para persecuciones policiales: la costra de la mugre pegada al brillo.

Para los primeros años de la década de los setenta, John Cheever no solo tenía problemas de alcoholismo sino que era asaltado una y otra vez por fobias aparentemente irracionales. “El ángel del puente” es el mejor de una serie de relatos “enfermos” a la vez que una de sus más logradas parábolas psicológicas, y está basado en el miedo autobiográfico apenas disfrazado —en las páginas que siguen— de condena a la sociedad moderna norteamericana con sus autopistas, música funcional y la falta de elegancia de sus iniciativas inmobiliarias.

y tuve la impresión de que todos éramos personajes de una sórdida y amarga tragedia, llevando cargas insoportables sobre nuestras espaldas, y separados del resto de la humanidad a causa de nuestras desventuras.

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El brigadier y la viuda del golf

Los seres humanos que presenta en este relato de los suburbios, que ahora identificamos muy bien por la serie Mad Men, son verdaderos desechos: matrimonios absolutamente muertos que siguen para hundir la vida del otro, traiciones, egoísmo infantil. Pero no pasa por alto que son, precisamente esos, los que dan forma al gobierno del país, que es el que manda sobre la mitad del mundo. Como dice varias veces el brigadier, “¡Hay que bombardear Cuba! ¡Hay que bombardear Berlín!¡Arrojémosles unos cuantos cacharros nucleares y demostrémosles quién manda!”. Mandan personas así. Varias de las cuales tienen su estúpido refugio antinuclear, que incluye una biblioteca, en un mueble de nogal, seleccionada por un profesor de Columbia para que ofrezca serenidad y paz.

«No quisiera ser uno de esos escritores que todas las mañanas comienzan el día exclamando:
—¡Oh, Gogol, oh Chejov, oh Thackeray u Dickens! ¿Qué habrían hecho ustedes con un refugio antiaéreo adornado con cuatro patos de yeso, un bañadero para pájaros y tres gnomos de jardín de largas barbas y gorros rojos? —Como digo, no desearía empezar así el día, pero a menudo me pegunto qué habrían hecho los muertos. Pero el refugio es parte de mi paisaje tanto como las hayas y los castaños que crecen sobre el promontorio.»

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Las casas a orillas del mar

En el extracto del relato que pongo se revelan dos cosas: la banalidad de las situaciones que desembocan en desastres (el “grano de arena” al que se refirió con respecto a otro relato) y la capacidad de tratar la caída en media página de diálogo que describe sobre todo egoísmo y asuntos banales.


«Cheever era un hombre religioso. Y es esa creencia y ese sentimiento lo que a menudo hace que sus textos nos parezcan diferentes y más especiales que los de otros escritores de su tiempo», señaló Norman Mailer. Y el mismo Cheever jamás separó la literatura de Dios, considerando que se trataban de partes de una misma fuerza individual al declarar en una entrevista: «El atractivo que tiene para mí el sentido del pecado original es que se trata, creo, de una experiencia universal. Y la experiencia religiosa es, definitivamente, una de mis más legítimas preocupaciones, y me parece que debería serlo para cualquier adulto que alguna vez haya experimentado el amor [...]. La literatura es el único registro continuo y coherente de nuestra lucha para ser ilustres, un momento de aspiración, un vasto peregrinar. Una luz radiante, supongo, se origina con el fuego. Supongo que ése es también uno de los primeros recuerdos que puede tener cualquier hombre. En mi iglesia, la misa termina, claro, no con una plegaria, no con un amén. La misa termina con un acólito extinguiendo la llama de las velas... Luz, fuego, siempre han estado relacionados con la posibilidad de la grandeza del ser humano [...] Por lo que no me parece demasiado complicado ponerme de rodillas una vez por semana para agradecerle a Dios por la constante maravilla y la gloria de esta vida.

«... Sentía los efectos de la noche anterior, y me sentía dolorosamente depravado, culpable y sucio. Pensé que mejoraría si salía a nadar, y pregunté a mi esposa dónde estaban mis pantaloncitos.
—Están por aquí —dijo contrariada—. A cada momento tropiezo con ellos. Los dejaste húmedos sobre la alfombra del dormitorio y yo los colgué de la ducha.
—No están en la ducha —dije.
—Bien, están por aquí —dijo—. ¿Has buscado sobre la mesa del comedor?
—Mira, no sé por qué hablas de mis pantaloncitos como si se pasearan por la casa bebiendo whisky, pedorreando y contando cuentos verdes a los amigos. Sólo deseo encontrar un inocente par de pantaloncitos de baño. —Entonces estornudé y esperé que ella me dijese “salud” como hacía siempre, pero no dijo nada—. Y tampoco puede encontrar mis pañuelos —agregué.
—Límpiate la nariz con papel higiénico —dijo.
—No deseo limpiarme la nariz con papel higiénico —contesté. Seguramente alcé la voz, porque oí que la señora Whiteside llamaba a Mary-Lee y cerraba una ventana.
—Dios mío, cómo me aburres esta mañana —dijo mi esposa.
—Y tú me aburres desde hace seis años —repliqué.
Tomé un taxi que me llevó al aeropuerto y un avión de regreso a la ciudad. Llevábamos doce años casados u habíamos sido amantes dos años, lo cual sumaba un total de catorce, y no volví a verla nunca.»

John Cheever, La geometría del amor, antologado y comentado por Rodrigo Fresán; traducción de Aníbal Leal. Colección Lingua Franca, Emecé.


lunes, 7 de febrero de 2011

Día 1990. Antología “La geometría del amor” de John Cheever. Los 6 primeros cuentos.

No pondré necesariamente algo de todos y cada uno de los cuentos. Salvo el nombre, como ayuda futura a la memoria. No es necesario decir de todos porque una vez puestos unos extractos de la relojería precisa de sus descripciones, o de los grandes principios o finales, no hay por qué repetirlos en los relatos siguientes. Por lógica, cada vez copiaré menos extractos. Si este pertenece a la introducción que de cada cuento hace Rodrigo Fresán, irá en cursiva; si es del propio cuento, en redondilla normal.

*****
Adiós hermano mío
... es, también, muestra representativa de uno de los grandes temas en el universo de Cheever: el amor fraterno como relación peligrosa —Caín y Abel revisitados una y otra vez— y la decadencia de una familia patricia.
[...]
... donde se consigue el tratamiento definitivo del problema, del sentimiento y de la obvia necesidad de exorcizar la figura de un hermano “oscuro”.
La figura del hermano en la ficción de Cheever no es otra que la de su hermano en la vida real, Fred Cheever, quien ... bien podría haber sido, durante un viaje de los hermanos a Alemania en 1931, el primer amante homosexual del escritor”.
[Cheever en sus Diarios tras el entierro del hermano] No echo de menos a mi hermano. Pienso que para él, como para mi madre, la muerte no tenía misterios. Solían decir que la vida era misteriosa y emocionante, pero la muerte no tenía la menor importancia. Un analista diría que si bien me despido sin dolor de mi hermano, durante el resto de mi vida buscaré en otros hombres el amor que él me brindaba `... Medio despierto recuerdo lo importante que mi hermano era para mí; era el centro de mi mundo, mi universo. Con él a mi lado nada podía hacerme daño.

[descripción del recibimiento a Lawrence, el hermano distinto a todos, en la casa de verano familiar] Ellas vestían sus mejores prendas y se adornaban con todas sus joyas, y le ofrecían una bienvenida extravagante; pero incluso entonces, cuando todos trataban de mostrarse muy afectuosos y en una situación en que esos esfuerzos son particularmente fáciles, advertí cierta tensión en la sala. Pensé en el asunto mientras ascendía la escalera llevando las pesadas maletas de Lawrence, y comprendí que nuestras antipatías están tan arraigadas como nuestras pasiones más dignas, y recordé que cierta vez, hacía de eso veinticinco años, cuando yo había golpeado a Lawrence en la cabeza con una piedra, él se había incorporado y había ido a quejarse directamente a nuestro padre.
[...]
[Un Grande Finale a lo Cheever: no estropea la lectura del cuento]
Oh, ¿qué puede hacerse con un hombre así? ¿Qué puede hacer uno? ¿Cómo disuadir a su ojo de modo que en una multitud no distinga la mejilla con acné, la mano deforme; cómo enseñarle a reaccionar ante la grandeza inestimable de la raza, y la dura belleza superficial de la vida; cómo llevar su mano para que palpe las verdades obstinadas ante las que el miedo y el error son impotentes? Esa mañana el mar apareció iridiscente y oscuro. Mi hermana y mi esposa —Helen y Diana— nadaban, y vi sus cabezas, negro y oro, en el agua oscura. Las vi salir y vi que estaban desnudas, desvergonzadas, bellas y plenas de gracia, y contemplé a las mujeres desnudas saliendo del mar.


El enorme receptor de radio
El enorme receptor de radio” —junto con “El nadador”— es el cuento de John Cheever que más suele figurar en antologías y, también, el más sujeto a múltiples representaciones y ensayos. No es casual, ya que se cuenta entre lo más representativo del autor—probablemente se trate de su mejor relato ciudadano antes de que el autor se mudara y mudara sus ficciones a los suburbios— a la vez que presenta un magistral tratamiento de uno de sus paisajes favoritos: la misteriosa vocación comunal del Mal.
“El enorme receptor de radio” es, además, uno de los muchos relatos tempranos de Cheever que tienen a un edificio de apartamentos —y las relaciones que dentro de él se dan—como territorio.

Jim e Irene Westcott eran la clase de personas que parecen responder a ese satisfactorio promedio de ingresos, conducta y respetabilidad indicado por los informes estadísticos en los boletines de exalumnos de las universidades. [tres líneas para que los imaginemos en su aspecto estadístico y social

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La cura
[este relato es el que de momento más me ha hecho cisco] De los Diarios: «Cuando la autodestrucción entra en el corazón, al principio parece un gran de arena. Es como una jaqueca, una indigestión leve, un dedo infectado; pero pierdes el tren de las ocho y veinte y llegas tarde para solicitar un aumento. El viejo amigo con quien vas a comer de repente agota tu paciencia y para mostrarte amable te tomas tres copas, pero el día ya ha perdido forma, sentido y significado. Para recuperar cierto propósito y belleza bebes demasiado en las fiestas y te propasas con la mujer de otro, acabas por hacer algo tonto y obsceno y a la mañana siguiente desearías estar muerto. Pero cuando tratas de repasar el camino que te ha conducido a este abismo, solo encuentras un grano de arena [...] Cuando leo “El enorme receptor de radio” pienso que uno de mis pecados es haber escrito demasiado; a veces les ha faltado pasión a mis motivaciones. “Adiós hermano mío” me parece demasiado circunspecto, mezquino. Me gusta “La cura”, pero es un estudio de la locura con una solución superficial; con todo, no voy a profundizar más en esa tormenta. ¿Qué está mal? ¿Dónde he fallado? No estoy lo suficientemente loco ni suficientemente cuerdo. Me parece que no tengo una concepción clara del mundo. ¿Puedo acusarme de falta de color, esa falta de claridad que respeto en otros? ¿Qué debo evitar? ¿Lo artificial, lo que carezca de vitalidad?»

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La geometría del amor
“La geometría del amor” —escrito durante una de las peores crisis alcohólicas de Cheever— funciona como doloroso mensaje apenas subliminal a su mujer, Mary Winternitz, a la vez que se destaca entre los relatos “fantásticos” del autor (“El ángel del puente”, “La cómoda” y “La profesora de música” son otros ejemplos de esta faceta) con su propuesta aparentemente absurda de aplicar las ventajas de la geometría euclidiana a las intermitencias proustianas del corazón.

... Estaba solo. Se sentía no tanto desgraciado como aturdido. No era que hubiese perdido el sentido de la realidad, sino que la realidad que él observaba había perdido su orden, su simetría. ¿Cómo podía aplicar la razón a la farsa del encuentro en Wollworth, y al mismo tiempo cómo podía soportar la sinrazón? Ya antes había apelado al sistema del olvido, pero no podía olvidar la voz aguda de Mathilda y el extraño escenario de la juguetería. Los malentendido teatrales con Mathilda eran usuales, y él solía enfrentarlos con buena voluntad, y trataba de descifrar la cadena de contingencias que habían desencadenado la escena.
[...]
... El factor más grave de la línea de Mathilda —el factor que amenazaba diferenciar su ángulo de los ángulos de Randy y Priscilla— era el hecho de que últimamente ella había tenido un amante ficticio.
Era una impostura usual en las esposas del parque Remsem, donde ellos vivían. Una o dos veces por semana Mathilda se vestía con sus mejores prendas, se ponía un poco de perfume francés y usaba el abrigo de piel, y después, hacia el final de la mañana, tomaba un tren que la llevaba a la ciudad.
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El ladrón de Shady Hill
No conforme con tener uno de los comienzos más célebres y más citados de John Cheever, “El ladrón de Shady Hill” es uno de sus relatos más famoso y, también, uno de sus favoritos [...] «mis cuentos preferidos son aquellos que fueron escritos en menos de una semana y, a menudo, compuestos en voz alta».

[el famoso principio] Me llamo Johnny Hake. Tengo treinta y seis años, y descalzo mido un metro setenta, desnudo peso setenta kilogramos, y por así decirlo ahora estoy desnudo y hablando a la oscuridad. Fui concebido en el Hotel Saint Regis, nací en el Hospital Presbiteriano, me crié en Sutton Place, fui bautizado y confirmado en San Bartolomeo, estuve con los Knickerbocker Grays, jugué al fútbol y al béisbol en Central Park, aprendí a actuar en el marco de los toldos de las casas de apartamentos del East Side, y conocí a mi esposa (Christina Lewis) en uno de esos grandes cotillones del Waldorf. Estuve cuatro años en la Marina, ahora tengo cuatro hijos, y vivo en una zona periférica llamada Shady Hill. Tenemos una bonita casa con jardín y un lugar exterior para asar carne, y las noches de verano, cuando me siento allí con los niños y miro la pechera del vestido de Christina que se inclina hacia adelante para salar la carne, o que simplemente contempla las luces del cielo, me emociono tanto como puede ser el caso con actividades más temerarias y peligrosas, y creo que a eso se refieren cuando hablan del sufrimiento y la dulzura de la vida.

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Una norteamericana culta

[sin extractos]


John Cheever, La geometría del amor, antologado y comentado por Rodrigo Fresán; traducción de Aníbal Leal. Colección Lingua Franca, Emecé.