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[Once meses sin aportar nada es demasiada vaguería. Quizá lo dejé porque lo que leo no suele estar en las mesas de novedades. ¿Qué importa?, me he dicho esta mañana. Esto es algo íntimo. Todo lo más, para curiosos].

domingo, 24 de abril de 2011

día 1966. Penúltimo capítulo de Las Correcciones de Franzen

Capítulo 6: UNAS ÚLTIMAS NAVIDADES (pp.597-723)

Escena 1 (599-606)

Como siempre el primer párrafo, sonoro y cuidadosamente equilibrado, es una pequeña joya de estilo. A veces se abre a lo sorprendente, como en la última línea.


«Abajo en el sótano, en el lado oriental de la mesa de Ping-Pong, Alfred estaba abriendo una caja de whisky Maker’s Mark llena de luces de Navidad. Ya estaban encima de la mesa las medicinas que tenía que tomar y los artilugios para el enema. Tenía una galleta de azúcar que acababa de prepararle Enid y que parecía un terrier, pero que tendría que haber parecido un reno. Tenía una caja de jarabe Log Cabin y dentro de ella las luces grandes de colores que antes adornaba los tejos del jardín. Tenía una escopeta de corredera en su estuche de lona, y una caja de cartuchos del veinte. Tenía una rara lucidez y estaba dispuesto a utilizarla mientras durase.» (p. 599)
Mientras Enid estaba arriba, flagelándose con el arreglo de la casa, Alfred pensó que era mejor apartarse de ella y trabajar con lo que tenía.

«Era mejor mantenerse lejos de su vista, pensó Alfred, en el sótano, y trabajar con lo que buenamente tenía. Ofendía su sentido de la proporción y del ahorro tirar a la basura una ristra de luces que estaba bien en un noventa por ciento. Ofendía su sentido de su propia persona, porque Alfred era un individuo de una época de individuos, y una ristra de luces también era, como él, algo individual. Lo de menos era cuánto hubiesen pagado por las luces, poco o mucho: tirarlas era negar su valor y, por ende, en general, el valor de los individuos; incluir voluntariamente en la calificación de basura un objeto que no es basura, y a uno le consta que no lo es.
La modernidad esperaba esa designación, pero Alfred se resistía.
Pero, desgraciadamente, no se le ocurría cómo arreglar las luces.» (p. 600)
Se da por vencido ante la modernidad, que exige tirar lo que tiene un fallo parcial y salir a comprar. Enfrentarse a la obsolescencia, la vejez.

«Viene uno provisto, desde pequeño, de una voluntad de arreglar las cosas por uno mismo y de un respeto hacia los objetos físicos individuales, pero, al final, hay algo en la maquinaria interna (incluida la maquinaria mental, como esa voluntad y ese respeto) que se queda obsoleto, y, en consecuencia, por mucho que a uno le queden aún ciertas partes que siguen funcionando bien, no sería descabellado defender la opción de arrojar la máquina humana entera a la basura.
Lo cual era otro modo de decir que estaba cansado.
Se colocó la galleta en la boca. La masticó cuidadosamente y se la tragó. Era un infierno envejecer.» (pp. 602-03)
No se ahogó cuando cayó al mar. Tomó la decisión de sujetarse al flotador. Dudaba si había hecho bien.

«Luego lo izaron del agua y lo secaron y lo envolvieron. Lo trataron como a un niño, mientras él reconsideraba la pertinencia de haber sobrevivido. No le había pasado nada, salvo la ceguera de un ojo y el no funcionamiento del hombro y otras cosas de menos consideración, pero le hablaban como si hubiera sido un idiota, o un muchachito, o un loco. En esa fingida solicitud, ese desprecio apenas disimulado, vio el futuro por el que había optado estando en el agua. Era un futuro de clínica geriátrica, y lo hizo llorar. Más le habría valido haberse ahogado.
Cerró con llave la puerta del laboratorio, porque, en el fondo todo se reducía a la intimidad, ¿o no? Sin la intimidad, no tenía sentido ser individuo. Y poca intimidad iban a consentirle en una clínica geriátrica.» (pp. 604-05)

Escena 2 (606-27)

A pesar de que todo va mal, a Enid todo le va muy bien; hasta que se le terminan las pastillas Aslan.

«Enid no se avergonzó en absoluto, ni siquiera un poquito, mientras sonaban las bocinas de aviso y el Gunnar Myrdal se estremecía con la inversión de sus propulsores y Silvia Roth la llevaba por entre la multitud que atestaba el salón Pippi Calzaslargas gritando ¡Es la mujer, es la mujer! [...] Volvió a St. Jude de tan buen talante, que fue capaz de llamar a Gary y confesarle que no había enviado por correo a la Axon Corporation la certificación notarial de cesión de licencia firmada por Alfred, [...] y Enid siguió tan campante hasta que se le terminó el Aslan y creyó morirse de vergüenza.
Era una vergüenza paralizadora y atroz,» (pp. 606-7)
Mala noticia, le había dicho a todo el mundo que iba a venir su nieto Jonah, pero está enfermo: estupendo juego con una frase bíblica:

«Aquel camello de decepción pasó por el ojo de la aguja gracias a la voluntad que puso Enid en enhebrarlo.» (p. 611)
Gary llega sin Jonah:

«El mundo, en las ventanas, parecía menos real de lo que a Enid le habría gustado. El foco de sol que asomaba bajo el techo de nubes era la iluminación soñada para ninguna hora en especial. Comprendió que la familia que se había empeñado en reunir ya no era la familia que ella recordaba, que estas Navidades ya no se parecían a las Navidades de antaño. Pero estaba haciendo lo posible por ajustarse a la nueva realidad. De pronto, le entró una emoción tremenda porque venía Chip.» (p. 618)
Alfred no debe bañarse, porque se le encajan las caderas y no puede salir. Pero no se ducha, se baña. Enid pide ayuda a Gary para sacarlo, y este explica sus condiciones y disposiciones.

«—Vamos a ver. Éstas son las reglas básicas, madre —dijo con su voz de declarar en juicio—. ¿Me estás escuchando? Éstas son las reglas básicas. Durante los tres próximos días, haré todo lo que quieras que haga, menos ocuparme de papá cuando se encuentre en situaciones en que no debería encontrarse. Si quiere subirse a una escalera y caerse, lo dejaré ahí tendido. Si se desangra, que se desangre. Si no puede salir de la bañera sin mi ayuda, que pase las Navidades en la bañera. ¿Me he expresado con suficiente claridad? Aparte de eso, haré todo lo que quieras que haga. Y luego, el día de Navidad, por la mañana, vamos a sentarnos los tres, a charlar un rato...» (p. 619)
El estado de credulidad y autoaminación de Enid:

«El espectáculo no era más que luces en la oscuridad, pero Enid estaba sin palabras. Es mucha la frecuencia con que se nos exige credulidad, y pocas las veces en que podemos entregarla por completo; pero aquí, en el parque Waindell, Enid se sentía capaz de creérselo todo.» (p. 627)

Escena 3 (627-50)

Por petición de Enid, Gary va a la Ciudad Hospital a comprar un baño de asiento para Al. Su problema ante la enfermedad (uno piensa si ese problema no lo sufre la clases media alta y la alta en ese país, y por eso pasa lo que pasa):

«El problema de Gary ante la enfermedad no era sólo el hecho de que suponía grandes cantidades de cuerpos humanos y que a él no le gustaban los cuerpos humanos en grandes cantidades, era sobre todo que le parecía cosa de las clases inferiores. Los pobres fumaban, los pobres comían carretadas de rosquillas Krispy Kreme. Los pobres se dejaban preñar por familiares próximos. Los pobres tenían pobres hábitos higiénicos y vivían en barrios tóxicos. Los pobres, con sus achaques y dolencias, integraban una subespecie de la humanidad que, gracias a Dios, se mantenía aislada en los hospitales y en sitios como este Economato Central, lejos de la vista de Gary. Eran una grey de gente tiste, gorda, estúpida, resignada al sufrimiento. Una clase inferior y enferma de la que Gary se complacía en mantenerse alejado.» (pp. 627-8)
A Gary no le gusta la Denise que recoge en el aeropuerto. Ha abandonado su trabajo, se pinta los labios, lleva anillos en los dedos y fuma. Cuando le cuenta que Bea Meisner le dio para Enid la botella de champán austríaco y un paquetito, diciéndole que esas pastillas eran adictivas, no se las dio a Enid. Denise las reconoce enseguida como Mexican A (las que le hicieron perder los papeles y el trabajo a Chip) y se echa a reír. Le dice que no tiene derecho a no dárselas a su madre. Y le contesta que no, que no toma nada más fuerte que alcohol.

«Denise no discutió con él. Se puso las gafas de sol y miró las torres de Ciudad Hospital, contra el brutal horizonte sur. Gary había esperado más cooperación por parte de ella. Ya tenía un hermano “alternativo” y maldita la falta que le hacía una hermana igual. Le frustraba mucho que la gente se desgajara tan alegremente del mundo de las expectativas convencionales; le echaba a perder el placer que obtenía de su casa y de su trabajo y de su familia; era como si le volvieran a redactar las normas de la vida, dejándolo en desventaja. Y lo encocoraba especialmente el hecho de que el último tránsfuga que se paraba a lo “alternativo” no fuera algún desharrapado “Tercero” de una familia de “Terceros”, o de una clase de “Terceros”, sino su propia hermana, con todo su estilo y todo su talento, que acababa de destacar, allá por septiembre, sin ir más lejos, en una actividad convencional sobre la que sus amigos podían informarse en el New York Times. Ahora había dejado su trabajo y llevaba cuatro anillos y un abrigo flamígero y apestaba a tabaco...» (p. 637)
Todo es desastre y enfrentamiento en Gary. Sabe que es el traidor a la familia de la que viene, por haberse presentado solo, sin su mujer y sin sus hijos. Ni siquiera el más pequeño. Desde esa posición, solo cabe el enfrentamiento:

«—Madre —dijo Gary—, sería muy de desear que no siguieras haciéndote ilusiones con respecto a Chip.
—Me pareció oír un coche.
Vale, no te prives, pensó Gary saliendo de la casa: concéntrate en quien no está y hazles la vida imposible a quienes sí están.» (pp. 639-40)

Escena 4 (650-689)

Otro principio generoso, como si el autor dijera “Os voy a contar esto, que viene de esto otro. Y aunque parezca difícil contarlo, veréis como os lo cuento”. Y al terminar la escena, ves que sí: que te ha contado eso, que te ha contado más y que ha colocado el suelo donde colocar los muebles de otras historias.

«Tras su despido por Brian Callahan, Denise primero se destazó y luego puso los trozos encima de la mesa. Se contó a sí misma el cuento de una hija que nació en una familia con muchísima hambre de hija y que tuvo que salir huyendo para que no se la comieran viva. Se contó a sí misma el cuento de una hija que, en su desesperación por escapar, se iba refugiando en el primer escondite temporal que encontraba: hacerse cocinera, casarse con Emile Berger, vivir como una viejecita en Filadelfia, liarse con Robin Passafaro. Ni que decir tiene, sin embargo, que, a la larga, tales refugios, escogidos a toda prisa, resultaron impracticables. En su empeño por protegerse del hambre de su familia, la hija consiguió exactamente lo contrario. Puso todo de su parte para que el apogeo del hambre de su familia coincidiera con el momento en que la vida se le vino abajo, dejándola sin pareja, sin hijos, sin responsabilidades, sin ninguna clase de defensa. Fue como si se hubiera pasado el tiempo conspirando para estar disponible cuando sus padres necesitaran sus cuidados.
Sus hermanos, mientras, habían conspirado para no estar disponibles.» (p. 650)
[...]
«A falta de un cuento mejor, estuvo a punto de quedarse con este. El único problema era que no lograba reconocerse en la protagonista.» (p. 651)
Denise, fuera de St. Jude, vuelve a ser el centro del narrador.

«..., Denise la emprendió a patadas contra la pared sur de su cocina, hasta que le entró miedo de romperse un dedo del pie. Dijo:
—¡Tengo que salir de aquí!
Pero no era tan fácil. Robin había tenido un mes para que se le pasara el cabreo y para llegar a la conclusión de que si acostarse con Brian era pecado, en la misma culpa había incurrido ella. Brian había alquilado un ático en la parte vieja de la ciudad, y Robin, como Denise imaginó en su momento, estaba totalmente decidida a mantener la custodia de Sinéad y Erin. Para reforzar su posición jurídica, seguía instalada en la casa grande de Panama Street, consagrada otra vez a sus tareas de madre. Pero estaba libre durante las horas de colegio y también los sábados, cuando Brian se llevaba a las niñas, y, tras madura reflexión, había decidido que la mejor manera de ocupar esas horas libres era pasarlas en la cama de Denise.» (p. 655)
El maltrato buscado y ofrecido con agrado sube de tono hasta que un día Denise le pega un puñetazo. Harta de ser tan cruel con Robin, corta con ella: la única persona que le podría haber ayudado en los 6 meses que sus padres iban a pasar en Filadelfia. Después, voló a St. Jude para las navidades.

«En su primer día de estancia, como en todos los primeros días de todas sus visitas anteriores, se dejó caldear el ánimo por el calor de sus padres e hizo todo lo que su madre le pidió. [...] ,amó a sus padres como nunca había amado;
[...]
En la mañana de su segundo día de estancia en St. Jude, como en todas las mañanas del segundo día de sus visitas anteriores, amaneció cabreada. El cabreo, como tal, era un hecho neuroquímico autónomo; imposible cortarlo.» (pp. 659. 660)
El segundo día empeora, pero ya no es ella, es todo. Y ese todo produce un párrafo emocionante que solo Denise (pienso ya en ella como una persona, no como un personaje) puede producir. La frase entra perfectamente en la historia que se cuenta, la dice una hija acerca de sus padres. Pero quiero recalcar que va más allá —posiblemente esto es una percepción subjetiva—, mucho más allá de una relaciones paterno-filiales: es un latigazo a nuestra falta de capacidad de imaginar el infierno en los otros (siempre tan lejos, los otros).

«Mientras subía corriendo a su dormitorio y, luego, mientras se ponía el abrigo y los guantes, sintió una pena enorme por su madre, porque, a pesar de lo mucho y lo muy amargamente que Enid se había lamentado ante ella, Denise nunca había acabado de asimilar que la vida en St. Jude se pudiera haber convertido en semejante pesadilla; y ¿qué derecho tiene nadie a respirar, por no decir a reír o dormir o comer bien, cuando no se es capaz de imaginar las durísimas condiciones en que otro ser humano está viviendo?» (p. 678)
Tras el dolor, el conocimiento. Este orden es espléndido.

«Nunca había conocido de verdad a su padre. Seguramente, nadie lo había conocido. Su timidez y su formalidad y sus tiránicos arranques de cólera le sirvieron para proteger su intimidad de un modo tan feroz, que, queriéndolo como Denise lo quería, uno se daba cuenta de que el mayor bien que podía hacérsele era respetar su intimidad.
Alfred hizo lo mismo, dio pruebas de tener fe en ella, aceptándola tal como ella misma se presentaba, sin tratar de averiguar nunca lo que se escondía tras la fachada. Cuando más a gusto se encontró Denise con él fue reivindicando en público la fe que su padre tenía en ella: cuando sacaba sobresalientes, cuando sus restaurantes tenían éxito, cuando los críticos gastronómicos la adoraban.
Entendía, mejor de lo que le habría gustado entenderlo, el desastre que para su padre tenía que haber significado el hecho de orinarse delante de ella. Estar tumbado sobre una mancha de orina que se iba enfriando rápidamente no debía ser el modo en que Alfred deseaba encontrarse con su hija delante. Solo tenían una buena forma de estar juntos, y no les iba a valer durante mucho tiempo más.
La extraña verdad, en lo que a Alfred respectaba, era que el amor, para él, no consistía en acercarse, sino en mantenerse alejado. Denise lo entendía mejor que Gary y que Chip y, por consiguiente, se sentía en una especial obligación de dar la cara por su padre.
Chip, desgraciadamente, creía que Alfred solo se interesaba por sus hijos en la medida en que tuvieran éxito. Chip estaba tan ocupado sintiéndose incomprendido, que jamás había llegado a darse cuenta de lo más que entendía él a su padre. [...] di había alguien en el mundo a quien Alfred amaba puramente por sí mismo, ese era Chip. [...] Chip era a quien Alfred llamaba en mitad de la noche, aun sabiendo muy bien que no estaba en casa.»

Jonathan Franzen, Las correcciones; traducción de Ramón Buenaventura. Biblioteca Formentor, Seix Barral, abril de 2002
Ramón Buenaventura, Diario de un traductor: I a L, publicado en la sección El trujamán del Centro Virtual Cervantes entre el 29 de enero de 2003 y el 29 de abril de 2004


viernes, 22 de abril de 2011

día 1967. “Diario de una traducción”, de Ramón Buenaventura (XI)

El penúltimo lote del Diario. A ver si llegamos a los primeros días pascuales con el Diario y la novela terminados.


Capítulo XXXIX

Pasa con todo: en cuarto de carrera, muchos se replantean que para qué, por qué. El que hace una tesis científica, a tiempo completo 11 o 12 horas diarias, de las que se tardan 7 u 8 años, cuando lleva 4 o 5 dice que lo abandona todo y vivirá como un vagabundo. En una traducción tan larga, con tantas complicaciones como esta, puede pasar varias veces. A Ramón Buenaventura le pasó exactamente aquí: quizá tuvo motivos semejantes para que le hubiera pasado 50 páginas antes, o 50 después. Pero fue aquí. Quiero que conste que este párrafo lo subrayé y lo puse en una entrada sobre la novela. Que me pareció magnifico que quienes transportan las medicinas por el cuerpo sean obreros. Copio entero:


«Y llega el momento en que la paciencia del traductor se descompone, estalla en pedacitos, queda prácticamente irrecuperable. Gran crisis. Podría haber sido cualquier otra cosa, pero el párrafo siguiente me exasperó:
In the morning the blood was crowded with commuters, the glucose peons, lactic and ureic sanitation workers, hemoglobinous deliverymen carrying loads of freshly brewed oxygen in their dented vans, the stern foremen like insulin, the enzymic middle managers and executive epinephrine, leukocyte cops and EMS workers, expensive consul-tants arriving in their pink and white and canary-yellow limos, everyone riding the aortal elevator and dispersing through the arteries. Before noon the rate of worker accidents was tiny. The world was newborn.
Un rebuscamiento casi letal; algo que, como escritor, a uno se le antoja mera exhibición léxica del autor, con dos o tres manitas de ingenio echadas encima a toda prisa. Fíjense, por favor: «Por la mañana, la sangre iba repleta de transeúntes, peones de la glucosa, obreros de saneamiento láctico y ureico, repartidores de hemoglobina transportando oxígeno recién producido en sus camionetas abolladas, capataces severos como la insulina, mandos intermedios enzimáticos y epinefrina jefe, leucocitos policías y trabajadores del Servicio Médico de Urgencias, carísimos consultores desplazándose en sus limosinas de color rosa y blanco y amarillo canario, todos ellos agolpándose en el ascensor de la aorta para luego dispersarse por las arterias. Antes de mediodía, la tasa de accidentes laborales era mínima. El mundo estaba recién nacido».
Supongo que en obras tan largas como ésta todo traductor acaba incurriendo en la desesperación. Cuando lleva uno semanas con el texto y aún le quedan doscientas o trescientas páginas por delante, la tarea parece infinita: como si fuese uno a pasar el resto de la vida traduciendo The Corrections de don Jonathan Franzen. Y, francamente, hay otras cosas en este valle de lágrimas, ¿no?
Pero no queda más remedio que arremangarse el ánimo y seguir adelante.»
Capítulo XL

Aunque todo el capítulo trata de lo mismo, me parece que aquí es suficiente, para demostrar lo que pretende el traductor Buenaventura, ponerlo todo menos las dos definiciones de dos diccionarios.

De modo que eso hacemos. Sigo adelante. Algo tenso, sin embargo: me enfada que el traductor italiano haya consultado al autor si «Plymouth Meeting» es una localidad, como si no existiera un internet donde resolver inmediatamente estas dudas; me encocora que pregunte también por la epinefrina, como si a los italianos no les fuera aplicable la química del cuerpo; pero la maldita curiosidad, que le hace perder a uno el sentido de la eficacia, me lleva a consultar el Webster y, luego, el DRAE. Dos definiciones que nos dejan ver con toda claridad el diferente ánimo que rige en ambos
[...]
Caigo, pues, en un nuevo episodio de la enfermedad mental llamada «envidia de diccionario», que llevo toda la vida padeciendo. Si nosotros tuviéramos un Webster, un Petit Robert, un Trésor, un Oxford English Dictionary (aunque soñar con algo parecido a este último es ya puro disparate). Para acabar de fastidiarme, busco la palabra en el OED (soy un privilegiado: lo tengo en el disco duro, aunque lo utilizo poco, porque resulta mucho más sencillo y rápido apelar el Webster en línea). Bueno: remite a adrenalina, pero remonta la etimología del vocablo al griego (igual que el Webster), mientras el DRAE la sitúa en el latín. Imposible seguir viviendo en semejante duda: ¿quién tiene razón: nuestra docta casa, los ingleses, los norteamericanos?
Pierdo un par de horas en comprobaciones inútiles (porque con haber traducido epinefrina —y pasemos a la siguiente— me habría bastado) y, al final, no llego a ninguna conclusión.
Otro de los peligros que acechan al pobre traductor: pasarse de curioso.
Todo profesional tiene su fallo de carácter y, como suele decirse, de algo ha de morir uno.


Capítulo XLI

Si los traductores estuvieran todo lo soberbiamente pagados que merecerían (estoy habando de una jet class que no hiciera tonterías, deberían pasar un examen muy duro para obtener el carné que les permitiera ejercer. Pero no bastaría con eso: deberían presentar un certificado de mantener relación estrecha, con su número de teléfono y dirección, con al menos un representanta de cada una de las profesiones que existen en el mundo. En la segunda parte de este capítulo se ve claramente el motivo.

Y qué remedio: volvamos al trabajo. ¿Qué nos encontramos? Una sorpresa de tamaño mediano: Johnny lived near Veterans Stadium with his wife and their youngest daughter in a vinyl-sided row house… ¿Qué satanases es una casa adosada con los lados de vinilo? ¿Será que los norteamericanos aprovechan los antiguos discos viejos para forrar los edificios con ellos? Pues sí, más o menos. Allí se hacen muchas casas con estructura de madera, y una forma muy barata de proteger ésta es recubrir de vinilo los exteriores... Y, oh cielos, vinilo no está en el DRAE. Ahora sí que vamos a embarcarnos en una búsqueda complicada. O quizá… También existe la posibilidad de llamar por teléfono a mi amigo Fernando, que es arquitecto, y seguro que me lo explica. La llamada no sale demasiado larga y tiene éxito: quedo enterado de que lo llamado «vynil» por el señor Franzen es PVC en las costumbres de nuestros constructores.
De donde cabe deducir que un completo equipo de amigos especializados en distintas ramas del saber podría solucionarnos todos los problemas, a los traductores, sin necesidad de gastar nuestro tiempo en indagaciones interesantes, pero no facturables.
Capítulo XLII

Ahora que el diario va tocando a su fin (y Buenaventura ya tendría su estructura), el desánimo del traductor, autor de este diario, sección a la que reserva la última frase, aumenta gravemente. Y no porque fui traductor en los tiempos de la máquina de escribir, sino por lo que estoy leyendo, temo que este señor tiene toda la razón y el derecho de dejarse abatir. (Esta vez, lo siento, también lo copio entero; no quisiera yo que la ausencia de algún detalle mermara el dramatismo del asunto).

Y, de pronto, hale, volvemos al pasatiempo preferido del autor: una larga frase llena de ocurrencias lingüísticas no muy difíciles de inventar, pero figúrese usted para traducirlas:
From there Billy drifted into the radical underground scene in Philly—that Red Crescent of bomb-makers and Xeroxers and zinesters and punks and Bakuninites and minor vegan prophets and orgone-blanket manufacturers and women named Afrika and amateur Engels biographers and Red Army Brigade émigrés that stretched from Fishtown and Kensington in the north, over through Germantown and West Philly (where Mayor Goode had firebombed the good citizens of MOVE), and down into blighted Point Breeze.
Como mínimo, apunten ustedes todas estas dificultades necesitadas de investigación y, no lo neguemos, muy capaces de volvernos a disparar la curiosidad: Philly, zinesters, vegan prophets, orgon-blanket, MOVE. No está nada mal, para ocho líneas. Vayamos despacito. «Philly», evidentemente, es Filadelfia. ¿Corremos el riesgo de calcar «Fili»? Si no lo hacemos, el lector español quedará sin saber que la gente de Filadelfia emplea muchas veces ese cariñoso diminutivo para referirse a su ciudad. Pero no: Fili es demasiado ridículo en español. Quedémonos con el topónimo para personas mayores. ¿«Zinesters»? El típico juego de palabras intraducible, piensa uno: zine > fanzine, con la
terminación -ters, hacedor de fanzines. (Consultado por otro de los traductores, resulta que el autor nos deja sin juego de palabras, porque no es consciente de que «zinester» se parece demasiado a «sinister» como para no evocar la asociación). ¿«Vegan»? Lo resuelve el Webster en un santiamén: contracción de vegetarian. ¿«Orgon-blanket»? Hombre, uno apenas recuerda las sesenteras lecturas de Wilhelm Reich, pero la cosa tiene que ir por ahí. En efecto, una corta pesquisa nos dice que las orgánicas eran mantas con un recubrimiento de malla metálica, que servían para cazar los orgones y concentrarlos en el sujeto enmantado (no se moleste en buscarlo, se lo digo yo: enmantar, ‘cubrir con una manta’, sí existe en castellano).
Ah, se me olvidaba: MOVE era un grupo revolucionario negro del que lo sé todo, porque perdí el tiempo, otra vez, investigándolo. Pero, como el autor no me permite hacer aclaraciones que él no haga a sus lectores, lo dejo tal cual, y santas pascuas.
Pregunta pertinente: ¿puede una traducción así traerle cuenta a un pobre traductor?
Capítulo XLIII

Si, alejados ya de la traducción literaria, que es lo único que acepto como “traducción” (pasé una larga época en una empresa dedicada a la “localización” y mi pobre suegro, cuando comprendió que no buscaba cosas perdidas, ni paisajes para las películas, murió de viejo sin saber en qué trabajaba su yerno), se ha conocido lo que es un jefe de proyecto que solo sabe inglés coordinando a traductores de 30 lenguas, se comprenderá que me ponga de parte de Buenaventura, considerando “lloricas” y poco menos que tontos a los que se dedican a llenar una hoja de “preguntas” con las cosas más peregrinas, que vienen en todos los diccionarios e Internet. Cuánto tiempo hacen perder. Yo solía hacer una pregunta cada tres años... porque si algo necesitaba explicación, en 24 horas los alemanes lo preguntarían y la respuesta me valdría (sin tener que haber puesto mi nombre: en una oficina grande, a la larga el anonimato es más útil que pasearse con las plumas de avestruz levantadas). Ni qué decir tiene que de este capítulo elijo lo bien que le vino a Buenaventura la query de un alemán.

Viene a continuación una trampa para traductores apresurados o cansadísimos (no es, a mi entender, que el escritor las ponga conscientemente, pero en todo libro yace alguna. De pronto, un personaje utiliza la expresión «attentive deficiency disorder», que nos suena la mar de bien, porque no tenemos la cabeza muy afilada en ese momento, y procedemos a traducir con impecable precisión: «trastorno por déficit de atención» (sí, trastorno, mejor que desorden, sin duda alguna). Y seguimos adelante, y no volvemos a pensar en el asunto. Es un error que nunca habríamos descubierto, en sucesivos repasos, si no hubiera sido porque el traductor alemán anduvo un poco más espabilado al respecto y le hizo la pregunta al autor. ¡Dios santo! ¿Cómo ha podido pasársenos un detalle así? Fazio, personaje de no mucha ilustración, ha oído campanas y no sabe dónde, quizá por algún trastorno de la atención, y dice... ¿Qué dice, en español? No podemos calcar. ¿Vale «trastorno de atención deficiente»? Pongamos que vale. Pero hemos estado a punto de caer en la trampa y no salir. Loada sea la precisión germana.

Capítulo XLIV

Antes o después, tenían que aparecer las comidas. Aunque el primer párrafo es muy gracioso, elijo este por la pesadilla de traducir platos, cuando de un país a otro los cambios son brutales. Que en respuesta a uno de los traductores, el autor añadiera su “secretillo” para cocinar ese plato, no sé si me produce ternura o irrisión.

Here she found a tossed salad, a fruit salad, a platter of cleaned ears of corn, and a pan of (could it be?) pigs in blankets. Bueno... Un «cerdo en su manta» —«cerdito» nos quedará mejor, sin duda alguna— es un pincho de carne picada envuelto en col. Comprendo que les cueste creerlo, pero aquí tienen la receta, incluso, si les apetece: http://tinyurl.com/3dwbt (es a la variante número 3 a la que nos referimos aquí). No encontré modo español de denominar semejante exquisitez, pero cabe suponer que entre latinos norteamericanizados sí exista una designación más o menos convenida.
(Se me olvidaba: el autor, en su respuesta a uno de los traductores, que no acababa de ver claro lo de la manta y el cerdo, añade su toque personal a la receta: hay que añadir una salsa de tomate ligerita).
Jonathan Franzen, Las correcciones; traducción de Ramón Buenaventura. Biblioteca Formentor, Seix Barral, abril de 2002
Ramón Buenaventura, Diario de un traductor: I a L, publicado en la sección El trujamán del Centro Virtual Cervantes entre el 29 de enero de 2003 y el 29 de abril de 2004

jueves, 21 de abril de 2011

día 1968, sobre la novela, capítulo EL GENERADOR (X)


NOVELA

CAPÍTULO 5: EL GENERADOR (pp. 443-596)


ADVERTENCIA: el modo en que he tratado este capítulo ha sido r contando prácticamente todo lo que pasa, añadiendo extractos que corroboran lo dicho o están escritos de tal forma que resultan ejemplarizantes. A mí me gusta que me cuenten las tramas, cuando las hay; e incluso el final. Pero al que no le guste, mejor no leer este post. Si es que alguien dispuesto a enfrentarse a su longitud. Desde luego, si no conociera el libro y leyera esto, estaría ya camino de una librería.

Escena 1 (445-460)

Escena de vértigo en la que empieza a hablar de una persona que no conocemos, Robin Passaforo, y recorre a todos los miembros de su familia, hasta que llega al nombre de su marido, Brian, del que sabemos que se ha hecho rico vendiendo un programa de software. Robin no quiere abandonar Filadelfia y Brian, un hombre tranquilo, al que lo que le más le gusta es comer bien, pretender abrir uno a su gusto (para que vivir allí merezca la pena). Lo recorre todos y contrata a la jefa de cocina que más le gusta: Denise. ¡Ah, ahora se entiende! Este es el capítulo de Denise. Copio 4 trocitos: el primer párrafo, por la maestría en que ofrece la información; una brevísima descripción de un primo de Robin, por graciosa; uno que, brevemente, nos dice de maravilla quiénes son Robin y Brian; y la expresión del restaurante que quiere Brian.

Desde ya, pido la compasión de quien pueda leer esto, si hay alguien que lo hace: el capítulo es más extenso que algunas novelas; luego las notas y los extractos serán extensos. De lo que estoy seguro es de que quien llegue al final se sentirá en deuda con Franzen,

«Robin Pasafaro era de Filadelfia y pertenecía a una familia de gente alborotadora y muy arraigada en sus creencias. El abuelo  de Robin y sus tíos Jimmy y Johnny eran todos ellos miembros irreconciliables del sindicato de camioneros. El abuelo, Fazio, trabajó a las órdenes del jefe del sindicato, en calidad de vicepresidente nacional, y llevó la rama más importante de Filadelfia, malbaratando las cuotas de 3.200 afiliados, durante veinte años. Fazio sobrevivió a dos sumarios por asociación para delinquir, una coronaria, una laringotomía y nueve meses de quimioterapia antes de retirarse a Sea Isle City, en la costa de Jersey, donde ocupó su tiempo libre yendo cada mañana al embarcadero a cebar con trozos de pollo crudo sus trampas cangrejeras.»

«Baby Jimmy era famoso en los círculos locales de Drogadictos Anónimos por haberse enganchado a la metadona sin haber pasado por la heroína.»

«Fue muy típico de Brian que, no habiéndole comentado a Robin la inminente venta, tampoco, en la noche del día que se cerró el trato, soltara una sola palabra sobre el asunto hasta que las chicas no estuvieran en la cama, en su modesto halé de adosado yuppie, de las cercanías del Museo de Arte, y mientras ambos cónyuges veían en la tele un documental de Nova sobre las manchas solares.
—Oye, por cierto —dijo Brian—: ninguno de los dos tendremos que volver a trabajar nunca.
Fue muy típico de Robin —de su excitabilidad— que al recibir la noticia se echara a reír y no parase hasta que le entró un ataque de hipo.»

«—Este es el primer restaurante verdaderamente bueno que hay en toda Filadelfia —dijo—. Un sitio de los que haría exclamar a cualquiera: “Oye, pues sí, sí se puede vivir en Filadelfia, si no queda más remedio”. Me trae sin cuidado que haya o deje de haber alguien más de esta opinión. Lo que quiero es un sitio que me haga sentirme a gusto, a mí. En resumen: sea cual sea la cantidad que le están pagando ahora, yo se la doblo. Y luego se va usted a Europa y se pasa dos meses comiendo a mi costa. Y luego vuelve y monta usted un restaurante auténticamente bueno, que también llevará personalmente.»


Escena 2 (461-491)

El primer contacto de Denise con el mundo real y laboral, antes de ir al College en otoño. El consejo de Alfred, cuando la lleva en coche el primer día, dice mucho de él:

«—Verás que algunos empleados hacen una pausa para tomar café —le dijo Alfred a su hija en lo rosado del amanecer, mientras bajaban en coche hacia el centro de la ciudad, camino del primer día de trabajo de Denise—. Quiero que sepas que no se les paga por tomar café. Espero que tú te abstengas de hacer pausas de café. La compañía nos hace un favor al contratarte, y te paga para que trabajes ocho horas. Que no se te olvide. Si pones en esto la misma energía que en tus estudios y en tu trompeta, serás recordada como una gran trabajadora.»

Conoce a todos los delineantes, que babean con ella, menos uno Don Armour, que por eso a la joven Denise la cae mal. Va a regar las plantas del profe de teatro, que estará fuera un mes: él es el que le enseñó todo lo que de glamour tiene la vida. Es un personaje importante para ella. Todas las conversaciones en la oficina son banales(o cargadas de un subsentido banal). Estaba en un banco, comiendo y leyendo, y aparece Don, la víctima del orden social. Han sido muchas páginas de contar la vida superficial del trabajo como es, en honor de Denise, que no la conocía. Hay un largo párrafo, con muchas frases que comienzan con “no se le pasó por la cabeza”, donde se resume el sentido, el pasado el futuro y el presente: se anuncia que algo va a pasar entre los dos, que algo salió mal y que, 10 años después, ella sigue sintiéndose culpable. Cuando Franzen quiere contar la banalidad, escribe muchas páginas

«No se le pasó por la cabeza, a Denise, que la sonrisa de Don era por la vergüenza que le daba haber intentado ganarse su comprensión de un modo tan evidente, por el método tan rancio que había utilizado para acercarse a ella. Tampoco se le pasó por la cabeza que el número del pinacle del día antes lo hubiese montado en su honor. Tampoco se le pasó por la cabeza que Don hubiera adivinado que ella estaba en el cuarto de baño y que se hubiera expresado del modo que lo hacía para que ella lo escuchase. Tampoco se le pasó por la cabeza que la táctica fundamental de Don Armour erala autocompasión y que bien podía, con su autocompasión, haberse ligado a unas cuantas chicas antes que ella. Tampoco se le pasó por la cabeza que él estuviera ya planeando —que llevara planeando desde el día en que se estrecharon la mano por primera vez— cómo llevársela al huerto. Tampoco se le pasó por la cabeza que él apartara los ojos no sólo porque su belleza le causara dolor, sino porque la Regla nº 1 de cualquier manual de los que se anuncian en la contracubierta de las revistas para hombres («Cómo conseguir que se vuelvan LOCAS por ti, cada vez que lo intentes») era Ignórala. Tampoco se le pasó por la cabeza que las diferencias de clase y situación que tanto la incomodaban a ella podían constituir, para Don Armour, una verdadera provocación; que ella podía ser un objeto deseable por su condición lujosa, o que un hombre con proclividad a la autocompasión y con el puesto de trabajo en peligro bien podía obtener todo un surtido de satisfacciones por el hecho de acostarse con la hija del jefe, del jefe de su jefe. Nada de todo esto se le pasó por la cabeza a Denise, ni entonces ni luego. Diez años más tarde, aún seguía considerándose responsable.»

“El resto del verano fue un desastre”. Se acostó varios viernes con él. Se hizo la fusión (despidos) de los ferrocarriles. La despidieron. Su padre  se sintió orgulloso de ella, por lo bien que había trabajado, y le dijo una frase que tenía un sentido por lo que él sabía; y otro por lo que él no sabía:

«—El caso —dijo su padre— es que ahora ya tienes una idea de cómo es la vida en el mundo real.»

Escena 3 (491-500)

Una vuelta atrás a Denise, desde el college, cercana mentalmente de Gary y Caroline, pero los traiciona a ellos, traiciona sus estudios, traiciona a Julia Vrais, con la que veía TV sabiendo que, luego, Julia, no recuperaría el tiempo. Son atractoras de hombres. Genial primer párrafo para contextualizar a Denise en el college, copio el principio (también como prueba del funcionamiento del estilo cuando Franzen enciente los Rayos X):

«Hasta que de veras se instaló en Filadelfia, Denise siempre había deseado estudiar en algún sitio que no estuviera lejos de Gary y Caroline. La casa grande que éstos poseían en Seminole Street era como un hogar sin las miserias propias del hogar, y Caroline, cuya belleza la dejaba sin aliento, por el mero expediente de dirigirle la palabra, era estupenda como confirmación del derecho pleno de Denise a que su madre la sacara de quicio.» (p. 491)

El origen y fundamento de su pasión por la cocina:

«Denise pasó el verano siguiente en los Hampton, con cuatro de sus más disolutas compañeras de pabellón y falseó la situación a sus padres en todos los aspectos posibles. Dormía en un cuarto de estar y ganaba su buen dinero fregando platos y haciendo de pinche de cocina en la Posada de Quogue, trabajando codo con codo con una chica de Scardale que era muy guapa y se llamaba Suzie Sterling, y cayendo perdidamente enamorada de la vida entre pucheros. Le encantaban las horas de agobio demencial, la intensidad del trabajo, la belleza del resultado. Le encantaba la profunda quietud que seguía al barullo. Un buen equipo era como una familia electiva donde todos los integrantes del mundo culinario, tan pequeño y tan caluroso, funcionaban en pie de igualdad, donde todos los cocineros tenían un pasado o un rasgo de carácter extraño que ocultar y donde, incluso en medio de la más sudada intimidad, cada miembro de la familia disfrutaba de su ámbito privado y de su autonomía. Le encantaba todo eso.» (p. 493)

Tiene un lío con el padre de Suzi Sterling (ya van dos líos con mayores). Deja los estudios y se casa, no sabemos con quién).

«La tercera vez que se lió con un hombre que le doblaba la edad también se casó con él. Estaba totalmente resuelta a no convertirse en una liberal de chicha y nabo.» (p. 495)

El marido es Emile Berger, que la había contratado para el Café Louche. Se sienten muy unidos como cocineros. Aunque Emile pensaba que con un matrimonio ya había tenido bastante, se casa con ella y compran un edificio para abrir un restaurante. Hay una frase deliciosa que en dos líneas lo expresa todo:

«Hablaban de sabores como los marxistas hablan de revoluciones.» (p. 495)

Pero cuando él ya le había enseñado todo y ella pretendió enseñarle a él, se convirtió en un viejo cerrado y se volvieron una pareja de viejos:

«Su constreñido mundo de veinticuatro horas diarias en casa y en el trabajo, al mismo tiempo, porque eran lo mismo, se le antojaba idéntico al universo de dos en que vivían sus padres. Tenía dolores de vieja en las jóvenes caderas y rodillas y pies. Tenía manos de vieja, llenas de cicatrices, tenía vagina de vieja, seca, tenía prejuicios de vieja y actitudes políticas de vieja, tenía la misma actitud de rechazo a los jóvenes —a sus productos electrónicos y a su manera de hablar— que tienen los viejos. Se dijo, pues: «Soy demasiado joven para ser tan vieja». Tras lo cual su desterrado sentido de la culpabilidad salió volando de la cueva, sobre vengadoras alas, profiriendo gritos, porque Emile seguía tan devoto de ella como siempre, fiel a su inmutable personalidad, y era ella quien se había empeñado en casarse.» (p.496)

Se separan amistosamente y ella pasa a trabajar a la competencia, el Ardennes, que necesitaba una subjefa de cocina:

«En el Ardennes concibió el deseo de estrangular a la joven encargada de preparar los platos fríos. La chica, Becky Hemerling, estaba en posesión del título de una escuela de gastronomía y de una melena rubia rizada y de un cuerpo pequeñito y plano y de un cutis muy blanco que se tornaba escarlata en el caluroso ambiente de las cocinas. No había nada en Becky Hemerling que no pusiera enferma a Denise:» (p. 496)

Ya sabemos lo que pasa cuando Denise odia a alguien: acabaron siendo pareja. Una pareja que pelaba constantemente, por todo. Hasta que se separaron:

—No sé cómo puedes vivir tan increíblemente alienada de ti misma —le dijo Becky—. Tú eres tortillera, sin duda alguna. Y siempre lo has sido, sin duda alguna.
—Yo no soy nada —dijo Denise—. No soy más que yo.
Quería, por encima de cualquier otra cosa, ser una persona privada, un individuo independiente. No quería pertenecer a ningún grupo, pero mucho menos a un grupo de gente mal peinada y con normas resentidas y extrañas en lo tocante a la vestimenta. No quería ninguna etiqueta, no quería ningún estilo de vida, y terminó por donde había empezado: con ganas de estrangular a Becky Hemerling.»

Convencida de que, dijese lo que dijese Becky, no era lesbiana, pasó de jefa a un sitio nuevo Mare Scuro, de cocina marinera. Y durante un año no salió con nadie. No quería que Emile se enterara de que “había picado con otro hombre”.

«Más le valía trabajar mucho y no ver a nadie. La vida, en su experiencia, tenía una especie de lustre de terciopelo. Si mira uno desde cierto punto de vista, sólo se ven cosas raras. Pero basta con desplazar un poco la cabeza y todo parece razonablemente normal. Actuaba en el convencimiento de que no podría hacerle daño a nadie si se limitaba a trabajar.» (p. 500)

Escena 4 (500-)

Una mañana de mayo, Brian aparece en su casa, la sube el Volvo y le pide que se tape los ojos. ¿Hay algo que surge?

«Brian parecía empeñado en no hacer, ni decir ni obligarla a oír nada que no le gustase. Llevaba tres semanas llamándola por teléfono y dejándole mensajes en voz baja. («Hola, soy yo».) Su amor se veía venir de lejos, como un tren, y le gustaba. La excitaba por delegación [...] pero tampoco evitaba alentar a Brian en sus aspiraciones; y esta mañana se había vestido en consecuencia. No era justo, el modo en que se había vestido.» (p. 501)

La conduce a la antigua nave industrial elegida para el restaurante: para cada problema que ve Denise, él tiene una solución. Se reafirma el viaje a Europa, en el que él la acompañará 15 días, desde París. Conoce un domingo a la familia de Brian. Robin aparece lo justo y tiene la sensación de que está empujando a su marido en sus brazos. Muchas frases ambiguas. Denise piensa que los hijos acabarán por gustarle. Una llamada de Enid, rompe el espacio y la narración. Empieza el instructivo pero aburrido viaje europeo. Hasta Paría y Brian. Siente de nuevo que Robin se lo echa en sus brazos:

«¿A qué idiota se le ocurre, pensó, permitir que su marido se vaya a París con una mujer como yo? (p. 514)

Él no se lanza hasta dos días antes de terminar, aunque al final no pasa nada porque Denise no quiere, la descripción de los trabajos preliminares es deliciosa:

«Brian le puso las manos en todos los sitios en que ella esperaba que le pusiera las manos. Denise le desabrochó la camisa, como corresponde a la mujer, llegados a cierto punto. Le lamió la tetilla diciendo que sí con la cabeza, muy resuelta, como un gato. Le puso una avezada mano, ahuecada, en el bulto de los pantalones. Estaba siendo hermosa y ávidamente adulta, y le constaba. Se embarcó en trabajos de hebilla, en proyectos de ojales y botones, en labores de elástico, hasta que empezó a hinchársele dentro, apenas perceptible, y, luego, de pronto, muy rotundo, y, luego, no ya rotundo, sino cada vez más doloroso por el modo en el que le presionaba el peritoneo y los ojos y las arterias y las meninges, un globo tamaño cuerpo, con la cara de Robin, lleno de no está bien.» (p- 517)

Lo que queda en pie es una guerra abierta: ¿Conseguiría Brian convertir ese especio, en el pequeño tiempo asignado, en una maravilla? ¿Hablarían los periodistas de la comida? Copio un texto algo largo que me rece la pena, porque no solemos pensar en lo que hay detrás de un trabajo bien hecho. Lo que significa preverlo TODO, hacerlo bien TODO.

«Se convenció de que si, cuando abriera El Generador, las reseñas prestaban más atención al espacio que a las comidas, ella habría perdido y Brian habría ganado. De modo que se mató a trabajar. Asaba chuletas en el horno de convección, hasta tostarlas; luego las cortaba muy finamente, al hilo, para mejorar la presentación, reducía y oscurecía la salsa de col, para resaltar su sabor a nuez, a tierra, a repollo, a cerdo, y remataba el plato con un par de patatas nuevas, testiculares, de unas cuantas coles de Bruselas y de una cucharada de judías blancas estofadas que rociaba ligeramente con ajo asado. [...] de cerdo que le compraba directamente a uno de los pocos criadores orgánicos de los años sesenta que seguía en activo, haciendo él mismo la matanza y distribuyendo por sus propios medios. Invitó al tipo a comer, visitó su finca de Lancaster County y trabó conocimiento con los gorrinos en cuestión, pasó revista a su ecléctica dieta (yame hervido y alitas de polo, bellotas y castañas) y recorrió el recinto con asilamiento acústico donde se sacrificaban los animales. [...] Organizó festivales de rellenos a altas horas de la madrugada, ella sola. Sin salir de su sótano, preparaba chucrut en grandes cubos de veinte libras. Lo hacía con lombarda y trozos de col rizada en jugo de repollo, con enebro y granos de pimienta negra. Aceleraba la fermentación con bombillas de cien vatios.» (p.519)

De alguna manera, Robin y Denise intiman (¿desde que la había confesado que no se acostaba con hombres?). Sale la culpa de Robin por su hermano y hay un diálogo que me extrañó, que no sé toda vía si entiendo:

—Pero tú no has hecho nada malo —dijo Denise—. Nada de eso es culpa tuya.
Robin se dio la vuelta y la miró de frente.
—¿Para qué vivimos?
—No lo sé.
—Yo tampoco. Pero no creo que sea para triunfar.
Caminaron en silencio. Denise, a quien triunfar importaba muchísimo, hubo de observar que, para colmo de su colmada suerte, Brian estaba casado con una mujer de principios y con carácter.
Pero también observó que Robin no se distinguía por su lealtad.» (p. 527)

Ese acercamiento, del que también participaban las hijas, iba de maravilla. Pero en el fondo pensaba que Robin y Brian no tenían vida sexual: el día que les ve hacerse arrumacos. Todo es más complicado de lo que parece:

«después de las doce, extrajo su abrigo del fondo del montón de abrigos y salió corriendo de la casa. Se pasó más de una semana magullada como para llamar a Robin o ir a ver a las niñas. Estaba colgada por una mujer hetero casada con un hombre que a ella no le habría importado tener por marido. Era un caso razonablemente imposible. Lo que san Judas da, san Judas quita.» (p.  533)

Enid se le había quejado de que Alfred se pasa el día durmiendo en un sillón. Denise piensa (y calla) y regresa a Filadelfia.

«Si yo viviera con una persona histéricamente inclinada a estarme criticando todo el rato, pensó Denise, me echaría a dormir en un sillón.
A su regreso a Filadelfia, la cocina de El Generador estaba por fin a punto de funcionamiento. La vida de Denise volvió a sus niveles normales de locura, mientras reunía y entrenaba a su equipo, provocaba un competencia frontal entre los últimos jefes de repostería que tenía preseleccionados y resolvía mil y un problemas de suministros, horarios, producción y `recios de carta. [...] Mientras encendía la Garland y fomaba a sus empleados y afilaba sus cuchillos, pensó: Una mente ociosa es el taller del diablo.» (p. 537)

A pesar de escudarse en el trabajo, Robin la persiguió y la cazó. Se hizo amante de la mujer de su patrono.
Numerosas páginas de explicación del deseo, que explotaban y quedaban en nada, tanto trabajo por hacer y recibir una llamada de ¿Tienes un minuto?, estorbándolo todo con ese minuto. La capacidad de introspección de Franzen es asombrosa, como se ve en este extracto.

«Robin venía lista para consumir. No hace falta receta ni preparación para comerse un albaricoque. Aquí está el albaricoque y, bum, aquí está la gratificación. Denise había conocido barruntos de esta facilidad en su trato con Hemerling, pero hasta ahora, a sus treinta y dos años no había entendido bien de qué iba la cosa. Una vez que lo entendió, empezaron los problemas. En agosto, las niñas se fueron a un campamento de verano y Brian se fue a Londres, y la jefa absoluta del más famoso restaurante de la región, entre los nuevos, salía de la cama para al cabo de un rato encontrarse tendida en una alfombra, se vestía para enseguida desnudarse, llegaba hasta el vestíbulo en su intento de huida, para acabar corriéndose contra la puerta principal; con las rodillas temblorosas y los ojos amusgado, regresaba arrastrándose a la cocina adonde había prometido regresar en cuarenta y cinco minutos. Y nada de ello era bueno. El restaurante padecía las consecuencias. Había atascos en la lista de espera, retrasos en el comedor.» (p. 543-4)

El regreso de Brian dificulta las cosas, las hace más peligrosas. Es más, la desatención física/mental al restaurante ponía este en peligro. Una noche que ellos estaban fuera, como tenía llaves, fue a la casa de ellos para dormir en su cama. Encontró condones usados y se volvió loca de celos. De madrugada regresa al restaurante y trabaja brutalmente, poniéndolo todo en orden. La mañana siguiente recibe la visita de Robin.

«Robin se presentó a la mañana siguiente en la cocina, sin avisar. Llevaba una camisa blanca, muy grande, que daba la impresión de haber pertenecido a Brian. A Denise se le puso el estómago boca arriba cuando la vio. La condujo al despacho de dirección y cerro la puerta.
—No puedo seguir haciendo esto —dijo Robin.
—Muy bien, porque yo tampoco.
La cara de Robin era un puro borrón. Se rascaba la cabeza y se estrujaba la nariz, con pertinacia de tic nervioso, y se subía las gafas.
—Llevo desde junio sin ir a la iglesia —dijo—. Sinéad me ha pillado en algo así como diez mentiras diferentes. Quiere saber por qué no apareces nunca. Ya no conozco ni a la mitad de los chicos que colaboran con el Proyecto. Es todo un lío tremendo y no puedo seguir así.
Denise se desatragantó una pregunta:
—¿Cómo está Brian?
Robin se ruborizó.
—No tiene ni idea de nada. Es el mismo de siempre. Ya lo sabes, las dos le gustamos.
—Seguro que sí.
—Todo se ha vuelto muy raro.
—Bueno, tengo muchas cosas que hacer, de modo que...
—Brian nunca me hizo nada malo. No se merecía esto.» (pp. 548-9)

Tras el descontrol emocional, viene el éxito del restaurante. Va a NY a recoger a sus padres tras el crucero. Descubre que sigue deplorando a Enid en lo deplorable; y apreciando a Alfred en lo apreciable.
Una noche, Brian va a casa de Denise y le dice que está pensando abandonar a Robin.
Sorprendente y breve flashback del momento que acompañó a Gary a la presentación de Axon. Posiblemente, aunque eso había sido contado, sucede simultáneamente con lo que está contando del restaurante, Brian y Robin.

«Puede que hubiera habido esperanza para ella si le hubiera sido posible seguir en el tren, pero el trayecto hasta Filadelfia era muy corto, y enseguida estuvo de vuelta en el trabajo y no tuvo tiempo de pensar en nada hasta que asistió a la presentación de la Axon con Gary y se sorprendió a sí misma defendiendo no sólo a Alfred, sino también a Enid, en la discusión posterior.» (p 554)

Brian le pide que lo acompañe a una cena con famosos: su matrimonio está roto. Conversaciones chorras de los famosos. Brian duerme con ella. A las 9 se presenta Robin, que no ha podido dejar de ver, aparcado, el coche de este. En ese momento se produce la llamada de Gary que cuenta el asunto de la llamada de Enid del final del capítulo 3. Denise no quiere que se sepa claramente que Brian está allí. El mejor modo de explicar lo siguiente (lleno de matices y ambigüedades) es copiándolo, aunque sea largo.

«Y sin embargo su cuerpo, nada más abrirse la puerta, supo lo que deseaba. Deseaba a Brian para la calle y a Robin para la cama.
No podía decirse que hiciera frío, pero a Robin le castañeteaban los dientes.
—¿Puedo entrar?
—Estoy yéndome a trabajar —dij Denise.
—Cinco minutos —dijo Robin.
Parecía imposible que no hubiera visto el auto color pistacho, en la acera de enfrente. Denise la hizo pasar al zaguán y cerro la puerta.
—Se acabó mi matrimonio —dijo Robin—. Esta noche ni siquiera ha dormido en casa.
—Lo siento —dijo Denise.
—He rezado por mi matrimonio, pero me distraigo pensando en ti. Estoy de rodillas en la iglesia y me pongo a pensar en tu cuerpo.
El espanto se instaló en Denise. No era exactamente que se sintiera culpable de nada —en un matrimonio tambaleante, el reloj de cocer huevos había agotado su tiempo; ella, si acaso, había hecho que el reloj corriera un poco más—, pero lamentaba haber inflingido daño a esa persona, lamentaba haber competido. Tomó las manos de Robin y dijo:
—Quiero verte y quiero hablar contigo. No me gusta lo que ha pasado. Pero ahora tengo que irme a trabajar.
Sonó el teléfono en la sala. Robin se mordió el labio y dijo que sí con la cabeza.
—Vale.
—¿Nos vemos a las dos?
—Vale.
—Te llamo desde el trabajo.
Robin asintió de nuevo. Denise le abrió la puerta para que saliera y volvió a errar y soltó cinco alentadas de aire,
Denise, soy Gary, no sé dónde estás, pero llámame cuando oigas esto, ha habido un accidente, papá se cayó del barco, desde ocho pisos de altura, acabo de hablar con mamá...
Corrió al teléfono y lo levantó.
—Gary.
—Te he llamado al trabajo.
—¿Ha sobrevivido?
—No debería, pero sí.» (pp. 558-9)

Al acostarse con Brian, Robin monta un lío de mil demonios. A Denise le parece lógico. No esperaba en cambio la reacción de Brian: «Estás despedida».
Algo pasa aquí en la estructura de la escena: un mail a Chip, que responde (tema: “La próxima vez irá mejor, esperemos”); un mail a Chip, con respuesta (tema: “Obligaciones vacacionales”); 2 mails, con respuesta (tema: “Lo único que resultó dañado fue mi dignidad”). Y 4 mails a Chip sin respuesta: “Una bronca muy seria de tu hermana que está harta”, “Remordimiento”, “Preocupación”, “Solo faltan seis días laborables para Navidad”.

A continuación, un texto puesto en Internet, del que es autor Chip. Una mentira tras otra que le divierte y le hace ganar un buen dinero, ayudando a GITANAS a vender Lituania a pequeños inversores antisocialistas. Si un doble espacio que indique que ha empezado una escena. La línea giratoria ha pasado de Denise a Chip.

«La presentación oficial de lithuania.com fue el 5 de noviembre. Un báner de alta resolución —LA DEMOCRACIA PAGA BUENOS DIVIDENDOS— se iba desplegando al ritmo de dieciséis alegres compases del «Baile de los cocheros y de los mozos de cuadra», de Petrushka. En dos columnas paralelas, dentro del rico espacio gráfico de debajo del báner, iba una fotografía en blanco y negro de Vilnius Antes («La Vilnius socialista»: la Gedimino Prospektas con las fachadas corroídas por las bombas y los tilos hechos jirones) y una fotografía en exquisito color de Vilnius Después («La Vilnius del mercado libre: una lonja de boutiques y restaurantes junto al muelle, todo ello bañado en luz de miel). (La lonja, en realidad, estaba en Dinamarca). Chip y Gitanas se pasaron una semana trabajando de noche, cerveza va, cerveza viene, componiendo las restantes páginas, donde se prometían a los inversores las diversas ventajas epónimas e inseminatorias del primer y amargo mensaje colgado por Gitanas,, según el grado de compromiso financiero.» (p. 569)

Chip vive como un rico entre la pobreza, sin que ni por un momento se crea que es especial o que se merezca todo eso.

«Gitanas era el verdadero amor de Chip en Vilnius. Lo que más le gustaba a Chip de Gitanas era cuanto le gustaba Chip a Gitanas. Fueran a donde fueran, la gente les preguntaba si eran hermanos, pero la verdad era que Chip se sentía menos hermano de Gitanas que novia suya. En muchos aspectos se identificaba con Julia [Hay que recordar que Gitanas estuvo casado con Julia Vrais, que fue luego el gran amor de Chip, al que abandonó en la primera parte de la novela]: constantemente agasajado y dependiendo casi por completo de Gitanas en lo tocante a los favores y la orientación y las necesidades básicas. Hacía lo mismo que Julia, cantaba para pagarse la cena. Era un empleado valioso, un encantador y vulnerable norteamericano, un objeto de diversión y de indulgencia e incluso de misterio; y qué placentero le resultaba, por una vez, ser él el perseguidor: poseer cualidades y atributos que otra persona deseaba.
En conjunto, Vilnius se le antojaba un mundo encantador, hecho de carne a la brasa y repollo y pastel de patatas, de cerveza y vodka y tabaco, de camaradería, de acción empresarias subversiva y de coños.» (pp. 573-4)

«La principal diferencia entre Lituania y los Estados Unidos, en lo que a Chip se le alcanzaba, era que en Norteamérica los pocos ricos sojuzgaban a los muchos no ricos por medio de diversiones y cachivaches y productos farmacéuticos capaces de embotar la mente y matar el alma, mientras que en Lituania los pocos ricos sojuzgaban a los muchos pobres por medio de la violencia.
Le reconfortaba el foucaltiano corazón, en cierto modo, vivir en un país donde la propiedad de las cosas y el control del discurso público dependían, a ojos vistas, de quién poseyera las armas.» (p. 577)

«A escala mundial, Lituania venía perdiendo papel desde la muerte de Vytautas el Gran, ocurrida en 1430.» (p. 578)

«Gitanas trató de encontrarle sentido político al mundo que lo rodeaba, y no pudo. El mundo sentido mientras el Ejército Rojo estuvo ahí para detenerlo ilegalmente, pata hacerle preguntas que rehusaba contestar, para orle cubriendo poco a poco el lado izquierdo de quemaduras de tercer grado. Pero tras la Independencia, la política perdió su coherencia. Incluso una cuestión tan simple y tan vital como las reparaciones soviéticas a Lituania quedaba malamente ensombrecida por el hecho de que durante la segunda guerra mundial los propios lituanos ayudaron a perseguir a los judíos y por el hecho de que muchas de las personas que ahora gobernaban el Kremlin eran antiguos patriotas antisoviéticos que se merecían las reparaciones casi tanto como los lituanos.
—¿Qué puedo hacer ahora —le preguntó Gitanas a Chip— que el invasor es un sistema y una cultura, no un ejército?»

«En cuanto a Chip, su sentido de inferioridad ante el hecho de estar en Vilnius y ser un «patético norteamericano» que no hablaba lituano ni ruso, cuyo padre no había muerto prematuramente de cáncer de pulmón y cuyos abuelos no habían desaparecido en Siberia, y que nunca había sido torturado por sus ideales en la celda de una prisión militar sin calefacción, quedaba contrarrestado por su competencia como empleado y por el recuerdo de ciertas comparaciones extremadamente halagüeñas que Julia había trazado entre Gitanas y él. En los pubs y los clubes donde ambos hombres ni se molestaban, a veces, en aclarar que no eran hermanos, Chip tenía la sensación de ser el más exitoso de los dos.
—Fui un viceprimer ministro buenísimo —decía Gitanas en tono lúgubre—. No soy tan bueno como señor de la guerra y delincuente.» (p. 583)

En Lituania se monta un lío de mil demonios con unas elecciones, trucadas; un mafioso va a por Gitanas, Este le da a Chip un abultado sobre con dólares y le pide que vuelva a Nueva York, que también lo hará él más tarde, si puede. Uno d los dos guardaespaldas fieles que le quedan, lleva a Chip al aeropuerto, que es un caos. Llama a Enid para decir que va a pasar las Navidades a St. Jude, aunque no sabe cuándo volverá. El aeropuerto es un caos. Alguien pregunta que qué hace un tanque en la pista de despegue. Se apagan las luces y se cortan las comunicaciones.


Jonathan Franzen, Las correcciones; traducción de Ramón Buenaventura. Biblioteca Formentor, Seix Barral, abril de 2002
Ramón Buenaventura, Diario de un traductor: I a L, publicado en la sección El trujamán del Centro Virtual Cervantes entre el 29 de enero de 2003 y el 29 de abril de 2004