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[Once meses sin aportar nada es demasiada vaguería. Quizá lo dejé porque lo que leo no suele estar en las mesas de novedades. ¿Qué importa?, me he dicho esta mañana. Esto es algo íntimo. Todo lo más, para curiosos].

domingo, 24 de abril de 2011

día 1966. Penúltimo capítulo de Las Correcciones de Franzen

Capítulo 6: UNAS ÚLTIMAS NAVIDADES (pp.597-723)

Escena 1 (599-606)

Como siempre el primer párrafo, sonoro y cuidadosamente equilibrado, es una pequeña joya de estilo. A veces se abre a lo sorprendente, como en la última línea.


«Abajo en el sótano, en el lado oriental de la mesa de Ping-Pong, Alfred estaba abriendo una caja de whisky Maker’s Mark llena de luces de Navidad. Ya estaban encima de la mesa las medicinas que tenía que tomar y los artilugios para el enema. Tenía una galleta de azúcar que acababa de prepararle Enid y que parecía un terrier, pero que tendría que haber parecido un reno. Tenía una caja de jarabe Log Cabin y dentro de ella las luces grandes de colores que antes adornaba los tejos del jardín. Tenía una escopeta de corredera en su estuche de lona, y una caja de cartuchos del veinte. Tenía una rara lucidez y estaba dispuesto a utilizarla mientras durase.» (p. 599)
Mientras Enid estaba arriba, flagelándose con el arreglo de la casa, Alfred pensó que era mejor apartarse de ella y trabajar con lo que tenía.

«Era mejor mantenerse lejos de su vista, pensó Alfred, en el sótano, y trabajar con lo que buenamente tenía. Ofendía su sentido de la proporción y del ahorro tirar a la basura una ristra de luces que estaba bien en un noventa por ciento. Ofendía su sentido de su propia persona, porque Alfred era un individuo de una época de individuos, y una ristra de luces también era, como él, algo individual. Lo de menos era cuánto hubiesen pagado por las luces, poco o mucho: tirarlas era negar su valor y, por ende, en general, el valor de los individuos; incluir voluntariamente en la calificación de basura un objeto que no es basura, y a uno le consta que no lo es.
La modernidad esperaba esa designación, pero Alfred se resistía.
Pero, desgraciadamente, no se le ocurría cómo arreglar las luces.» (p. 600)
Se da por vencido ante la modernidad, que exige tirar lo que tiene un fallo parcial y salir a comprar. Enfrentarse a la obsolescencia, la vejez.

«Viene uno provisto, desde pequeño, de una voluntad de arreglar las cosas por uno mismo y de un respeto hacia los objetos físicos individuales, pero, al final, hay algo en la maquinaria interna (incluida la maquinaria mental, como esa voluntad y ese respeto) que se queda obsoleto, y, en consecuencia, por mucho que a uno le queden aún ciertas partes que siguen funcionando bien, no sería descabellado defender la opción de arrojar la máquina humana entera a la basura.
Lo cual era otro modo de decir que estaba cansado.
Se colocó la galleta en la boca. La masticó cuidadosamente y se la tragó. Era un infierno envejecer.» (pp. 602-03)
No se ahogó cuando cayó al mar. Tomó la decisión de sujetarse al flotador. Dudaba si había hecho bien.

«Luego lo izaron del agua y lo secaron y lo envolvieron. Lo trataron como a un niño, mientras él reconsideraba la pertinencia de haber sobrevivido. No le había pasado nada, salvo la ceguera de un ojo y el no funcionamiento del hombro y otras cosas de menos consideración, pero le hablaban como si hubiera sido un idiota, o un muchachito, o un loco. En esa fingida solicitud, ese desprecio apenas disimulado, vio el futuro por el que había optado estando en el agua. Era un futuro de clínica geriátrica, y lo hizo llorar. Más le habría valido haberse ahogado.
Cerró con llave la puerta del laboratorio, porque, en el fondo todo se reducía a la intimidad, ¿o no? Sin la intimidad, no tenía sentido ser individuo. Y poca intimidad iban a consentirle en una clínica geriátrica.» (pp. 604-05)

Escena 2 (606-27)

A pesar de que todo va mal, a Enid todo le va muy bien; hasta que se le terminan las pastillas Aslan.

«Enid no se avergonzó en absoluto, ni siquiera un poquito, mientras sonaban las bocinas de aviso y el Gunnar Myrdal se estremecía con la inversión de sus propulsores y Silvia Roth la llevaba por entre la multitud que atestaba el salón Pippi Calzaslargas gritando ¡Es la mujer, es la mujer! [...] Volvió a St. Jude de tan buen talante, que fue capaz de llamar a Gary y confesarle que no había enviado por correo a la Axon Corporation la certificación notarial de cesión de licencia firmada por Alfred, [...] y Enid siguió tan campante hasta que se le terminó el Aslan y creyó morirse de vergüenza.
Era una vergüenza paralizadora y atroz,» (pp. 606-7)
Mala noticia, le había dicho a todo el mundo que iba a venir su nieto Jonah, pero está enfermo: estupendo juego con una frase bíblica:

«Aquel camello de decepción pasó por el ojo de la aguja gracias a la voluntad que puso Enid en enhebrarlo.» (p. 611)
Gary llega sin Jonah:

«El mundo, en las ventanas, parecía menos real de lo que a Enid le habría gustado. El foco de sol que asomaba bajo el techo de nubes era la iluminación soñada para ninguna hora en especial. Comprendió que la familia que se había empeñado en reunir ya no era la familia que ella recordaba, que estas Navidades ya no se parecían a las Navidades de antaño. Pero estaba haciendo lo posible por ajustarse a la nueva realidad. De pronto, le entró una emoción tremenda porque venía Chip.» (p. 618)
Alfred no debe bañarse, porque se le encajan las caderas y no puede salir. Pero no se ducha, se baña. Enid pide ayuda a Gary para sacarlo, y este explica sus condiciones y disposiciones.

«—Vamos a ver. Éstas son las reglas básicas, madre —dijo con su voz de declarar en juicio—. ¿Me estás escuchando? Éstas son las reglas básicas. Durante los tres próximos días, haré todo lo que quieras que haga, menos ocuparme de papá cuando se encuentre en situaciones en que no debería encontrarse. Si quiere subirse a una escalera y caerse, lo dejaré ahí tendido. Si se desangra, que se desangre. Si no puede salir de la bañera sin mi ayuda, que pase las Navidades en la bañera. ¿Me he expresado con suficiente claridad? Aparte de eso, haré todo lo que quieras que haga. Y luego, el día de Navidad, por la mañana, vamos a sentarnos los tres, a charlar un rato...» (p. 619)
El estado de credulidad y autoaminación de Enid:

«El espectáculo no era más que luces en la oscuridad, pero Enid estaba sin palabras. Es mucha la frecuencia con que se nos exige credulidad, y pocas las veces en que podemos entregarla por completo; pero aquí, en el parque Waindell, Enid se sentía capaz de creérselo todo.» (p. 627)

Escena 3 (627-50)

Por petición de Enid, Gary va a la Ciudad Hospital a comprar un baño de asiento para Al. Su problema ante la enfermedad (uno piensa si ese problema no lo sufre la clases media alta y la alta en ese país, y por eso pasa lo que pasa):

«El problema de Gary ante la enfermedad no era sólo el hecho de que suponía grandes cantidades de cuerpos humanos y que a él no le gustaban los cuerpos humanos en grandes cantidades, era sobre todo que le parecía cosa de las clases inferiores. Los pobres fumaban, los pobres comían carretadas de rosquillas Krispy Kreme. Los pobres se dejaban preñar por familiares próximos. Los pobres tenían pobres hábitos higiénicos y vivían en barrios tóxicos. Los pobres, con sus achaques y dolencias, integraban una subespecie de la humanidad que, gracias a Dios, se mantenía aislada en los hospitales y en sitios como este Economato Central, lejos de la vista de Gary. Eran una grey de gente tiste, gorda, estúpida, resignada al sufrimiento. Una clase inferior y enferma de la que Gary se complacía en mantenerse alejado.» (pp. 627-8)
A Gary no le gusta la Denise que recoge en el aeropuerto. Ha abandonado su trabajo, se pinta los labios, lleva anillos en los dedos y fuma. Cuando le cuenta que Bea Meisner le dio para Enid la botella de champán austríaco y un paquetito, diciéndole que esas pastillas eran adictivas, no se las dio a Enid. Denise las reconoce enseguida como Mexican A (las que le hicieron perder los papeles y el trabajo a Chip) y se echa a reír. Le dice que no tiene derecho a no dárselas a su madre. Y le contesta que no, que no toma nada más fuerte que alcohol.

«Denise no discutió con él. Se puso las gafas de sol y miró las torres de Ciudad Hospital, contra el brutal horizonte sur. Gary había esperado más cooperación por parte de ella. Ya tenía un hermano “alternativo” y maldita la falta que le hacía una hermana igual. Le frustraba mucho que la gente se desgajara tan alegremente del mundo de las expectativas convencionales; le echaba a perder el placer que obtenía de su casa y de su trabajo y de su familia; era como si le volvieran a redactar las normas de la vida, dejándolo en desventaja. Y lo encocoraba especialmente el hecho de que el último tránsfuga que se paraba a lo “alternativo” no fuera algún desharrapado “Tercero” de una familia de “Terceros”, o de una clase de “Terceros”, sino su propia hermana, con todo su estilo y todo su talento, que acababa de destacar, allá por septiembre, sin ir más lejos, en una actividad convencional sobre la que sus amigos podían informarse en el New York Times. Ahora había dejado su trabajo y llevaba cuatro anillos y un abrigo flamígero y apestaba a tabaco...» (p. 637)
Todo es desastre y enfrentamiento en Gary. Sabe que es el traidor a la familia de la que viene, por haberse presentado solo, sin su mujer y sin sus hijos. Ni siquiera el más pequeño. Desde esa posición, solo cabe el enfrentamiento:

«—Madre —dijo Gary—, sería muy de desear que no siguieras haciéndote ilusiones con respecto a Chip.
—Me pareció oír un coche.
Vale, no te prives, pensó Gary saliendo de la casa: concéntrate en quien no está y hazles la vida imposible a quienes sí están.» (pp. 639-40)

Escena 4 (650-689)

Otro principio generoso, como si el autor dijera “Os voy a contar esto, que viene de esto otro. Y aunque parezca difícil contarlo, veréis como os lo cuento”. Y al terminar la escena, ves que sí: que te ha contado eso, que te ha contado más y que ha colocado el suelo donde colocar los muebles de otras historias.

«Tras su despido por Brian Callahan, Denise primero se destazó y luego puso los trozos encima de la mesa. Se contó a sí misma el cuento de una hija que nació en una familia con muchísima hambre de hija y que tuvo que salir huyendo para que no se la comieran viva. Se contó a sí misma el cuento de una hija que, en su desesperación por escapar, se iba refugiando en el primer escondite temporal que encontraba: hacerse cocinera, casarse con Emile Berger, vivir como una viejecita en Filadelfia, liarse con Robin Passafaro. Ni que decir tiene, sin embargo, que, a la larga, tales refugios, escogidos a toda prisa, resultaron impracticables. En su empeño por protegerse del hambre de su familia, la hija consiguió exactamente lo contrario. Puso todo de su parte para que el apogeo del hambre de su familia coincidiera con el momento en que la vida se le vino abajo, dejándola sin pareja, sin hijos, sin responsabilidades, sin ninguna clase de defensa. Fue como si se hubiera pasado el tiempo conspirando para estar disponible cuando sus padres necesitaran sus cuidados.
Sus hermanos, mientras, habían conspirado para no estar disponibles.» (p. 650)
[...]
«A falta de un cuento mejor, estuvo a punto de quedarse con este. El único problema era que no lograba reconocerse en la protagonista.» (p. 651)
Denise, fuera de St. Jude, vuelve a ser el centro del narrador.

«..., Denise la emprendió a patadas contra la pared sur de su cocina, hasta que le entró miedo de romperse un dedo del pie. Dijo:
—¡Tengo que salir de aquí!
Pero no era tan fácil. Robin había tenido un mes para que se le pasara el cabreo y para llegar a la conclusión de que si acostarse con Brian era pecado, en la misma culpa había incurrido ella. Brian había alquilado un ático en la parte vieja de la ciudad, y Robin, como Denise imaginó en su momento, estaba totalmente decidida a mantener la custodia de Sinéad y Erin. Para reforzar su posición jurídica, seguía instalada en la casa grande de Panama Street, consagrada otra vez a sus tareas de madre. Pero estaba libre durante las horas de colegio y también los sábados, cuando Brian se llevaba a las niñas, y, tras madura reflexión, había decidido que la mejor manera de ocupar esas horas libres era pasarlas en la cama de Denise.» (p. 655)
El maltrato buscado y ofrecido con agrado sube de tono hasta que un día Denise le pega un puñetazo. Harta de ser tan cruel con Robin, corta con ella: la única persona que le podría haber ayudado en los 6 meses que sus padres iban a pasar en Filadelfia. Después, voló a St. Jude para las navidades.

«En su primer día de estancia, como en todos los primeros días de todas sus visitas anteriores, se dejó caldear el ánimo por el calor de sus padres e hizo todo lo que su madre le pidió. [...] ,amó a sus padres como nunca había amado;
[...]
En la mañana de su segundo día de estancia en St. Jude, como en todas las mañanas del segundo día de sus visitas anteriores, amaneció cabreada. El cabreo, como tal, era un hecho neuroquímico autónomo; imposible cortarlo.» (pp. 659. 660)
El segundo día empeora, pero ya no es ella, es todo. Y ese todo produce un párrafo emocionante que solo Denise (pienso ya en ella como una persona, no como un personaje) puede producir. La frase entra perfectamente en la historia que se cuenta, la dice una hija acerca de sus padres. Pero quiero recalcar que va más allá —posiblemente esto es una percepción subjetiva—, mucho más allá de una relaciones paterno-filiales: es un latigazo a nuestra falta de capacidad de imaginar el infierno en los otros (siempre tan lejos, los otros).

«Mientras subía corriendo a su dormitorio y, luego, mientras se ponía el abrigo y los guantes, sintió una pena enorme por su madre, porque, a pesar de lo mucho y lo muy amargamente que Enid se había lamentado ante ella, Denise nunca había acabado de asimilar que la vida en St. Jude se pudiera haber convertido en semejante pesadilla; y ¿qué derecho tiene nadie a respirar, por no decir a reír o dormir o comer bien, cuando no se es capaz de imaginar las durísimas condiciones en que otro ser humano está viviendo?» (p. 678)
Tras el dolor, el conocimiento. Este orden es espléndido.

«Nunca había conocido de verdad a su padre. Seguramente, nadie lo había conocido. Su timidez y su formalidad y sus tiránicos arranques de cólera le sirvieron para proteger su intimidad de un modo tan feroz, que, queriéndolo como Denise lo quería, uno se daba cuenta de que el mayor bien que podía hacérsele era respetar su intimidad.
Alfred hizo lo mismo, dio pruebas de tener fe en ella, aceptándola tal como ella misma se presentaba, sin tratar de averiguar nunca lo que se escondía tras la fachada. Cuando más a gusto se encontró Denise con él fue reivindicando en público la fe que su padre tenía en ella: cuando sacaba sobresalientes, cuando sus restaurantes tenían éxito, cuando los críticos gastronómicos la adoraban.
Entendía, mejor de lo que le habría gustado entenderlo, el desastre que para su padre tenía que haber significado el hecho de orinarse delante de ella. Estar tumbado sobre una mancha de orina que se iba enfriando rápidamente no debía ser el modo en que Alfred deseaba encontrarse con su hija delante. Solo tenían una buena forma de estar juntos, y no les iba a valer durante mucho tiempo más.
La extraña verdad, en lo que a Alfred respectaba, era que el amor, para él, no consistía en acercarse, sino en mantenerse alejado. Denise lo entendía mejor que Gary y que Chip y, por consiguiente, se sentía en una especial obligación de dar la cara por su padre.
Chip, desgraciadamente, creía que Alfred solo se interesaba por sus hijos en la medida en que tuvieran éxito. Chip estaba tan ocupado sintiéndose incomprendido, que jamás había llegado a darse cuenta de lo más que entendía él a su padre. [...] di había alguien en el mundo a quien Alfred amaba puramente por sí mismo, ese era Chip. [...] Chip era a quien Alfred llamaba en mitad de la noche, aun sabiendo muy bien que no estaba en casa.»

Jonathan Franzen, Las correcciones; traducción de Ramón Buenaventura. Biblioteca Formentor, Seix Barral, abril de 2002
Ramón Buenaventura, Diario de un traductor: I a L, publicado en la sección El trujamán del Centro Virtual Cervantes entre el 29 de enero de 2003 y el 29 de abril de 2004


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