No había leído a este chileno, ni siquiera sabía que tenía esta novela y el misterio se aclaró cuando vi en la primera página la firma de mi hijo: del traspaso de su biblioteca de antes a la mía, nada sé. Pero me ha dejado impresionado que la primera edición sea de febrero de 1993 y la novela que tengo en las manos es la reimpresión ¡65ª!, de enero de 2005. No es frecuente en nuestro país un éxito semejante, sin que ni siquiera me haya sonado haber leído críticas de los detractores de los éxitos. Así, la empecé con respeto.
Y la leí con gusto. Una novela sencilla que lees en dos sentadas. Bien estructurada en los temas y subtemas y con un lenguaje atractivo: suena a caribeña pero es amazónica. Ese lenguaje y esos personajes que suenan tan fuertes, tan distantes de nosotros (de ahí su atractivo). Aunque es una defensa del mundo amazónico propio, vale como defensa de la necesidad de que la omnívora sociedad superficial (la nuestra) no acabe con esos otros mundos sociales (ni su fauna, flora y medio ambiente) que han surgido en contacto con una naturaleza en la que nosotros no sabemos sobrevivir. Una sociedad basada en el respeto a esa naturaleza y el aprovechamiento de lo que da esta para vivir; aparentemente más felices que nosotros. Más allá de las graves cuestiones de medio ambiente (es decir, de lo que nuestro interés egoísta rechaza entre los que somos conscientes de que la desaparición de estos entornos afecta a nuestra vida, a tantos miles de kilómetros de distancia, porque la atmósfera carece de fronteras y delimitaciones), para mí se centra en la necesidad de que se puedan mantener esos pueblos que, con una tecnología tan válida como la de nuestra energía nuclear, han sabido vivir bien en ese entorno.
Por todo eso, he disfrutado leyéndola y me ha dado esa experiencia que me faltaba y que pido siempre a la literatura.
Aunque empieza con el doctor Rubicundo Loachamín, en una de sus dos visitas anuales al poblacho El Idilio, para ejercer como dentista en el atracadero, el protagonista es:
Antonio José Bolívar Proaño, un viejo de cuerpo correoso al que parecía no importarle cargar con tanto nombre de prócer.—¿Todavía no te mueres, Antonio José Bolívar?Antes de responder, el viejo se olió los sobacos.—Parece que no, todavía no apesto. ¿Y usted?—¿Cómo van tus dientes?—Aquí los tengo, respondió el viejo, llevándose una mano al bolsillo. Desenvolvió un pañuelo descolorido y le enseñó la prótesis.—¿Y por qué no los usas, viejo necio?—Ahorita me los pongo. No estaba ni comiendo ni hablando. ¿Para qué gastarlos entonces?El viejo se acomodó la dentadura, chasqueó la lengua, escupió generosamente y le ofreció la botella de Frontera.—Venga. Creo que me gané un trago.—Vaya que sí. Hoy día sacó veintisiete dientes enteros y un montón de pedazos, pero no superó la marca.—¿Siempre me llevas la cuenta?—Para eso son los amigos. Para celebrar las gracias del otro. Antes era mejor, ¿no le parece?, cuando todavía llegaban colonos jóvenes. ¿Se acuerda del montuvio aquel, ese que se dejó sacar todos los dientes para ganar una apuesta?
Y así, con diálogos como estos, como de realismo mágico refinado, y descripciones de las historias, la naturaleza, los indios y la vida en el asqueroso poblado que algún Gobierno quiso llenar con colonos, incumpliendo las promesas hechas de ayuda técnica, imponiéndoles un alcalde castigado a ese puesto por alguna que habría, y abandonándolos a su suerte, transcurre el libro. Fueron los indios shuar, compasivos al ver que se iban a morir de hambre, los que salieron de la selva para enseñarles a sobrevivir.
Bolívar Proaño fue mordido por una serpiente equis en territorio shuar y estos lo recogieron y curaron. Se quedó a vivir con ellos y aprendió la selva. Hasta que un hecho les obligó a despedirlo, con gran pena. Porque «eres como uno de los nuestros, pero no eres uno de los nuestros». Y en el poblado se quedó el viudo Bolívar Proaño. Se sorprendió al darse cuenta de que sabía leer y eligió las novelas de amor, o fue elegido por ellas, que el dentista le iba llevando, de dos en dos, con cada visita. Hay muchas frases que te invocan en la lectura, como esta:
Malhumorado, se puso la dentadura postiza y masticó los secos pedazos de hígado. Muchas veces escuchó decir que con los años llega la sabiduría, y él esperó, confiando en que tal sabiduría le entregara lo que más deseaba: ser capaz de guiar el rumbo de los recuerdos y no caer en las trampas que estos tendían a menudo.
Casi el último tercio del libro, el conflicto es una tigrilla a la que unos norteamericanos necios han matado a los cachorros, creándose en ella el espíritu de venganza contra los humanos. Bolívar se ve obligado a participar en el grupo de caza, quedándose solo al final y protagonizando la mejor narración de la caza entre la tigrilla y el viejo: dos seres desesperados que han perdido sus deseos, que conocen la selva, a su modo respetan la sabiduría del enemigo, y se tantean para encontrarse en el lugar y condiciones más apropiadas.
¿Es esto un spoiler? No creo, porque no he escrito lo que pasa. Y menos todavía cómo se cuenta lo que pasa.
Luis Sepúlveda, Un viejo que leía novelas de amor. Colección Andanzas, Tusquets Editores, primera edición de febrero de 1993, 65ª reimpresión de enero de 2005
A mí me parecíó deliciosa.
ResponderEliminarHola Nán: Hay un librito de Sepúlveda, no sé si lo conoces, Historias de aquí y de allá (La otra orilla, 2010), hecho con artículos periodísticos y materiales diversos, supongo, donde cuenta el oriegen de la novela que comentas. El artículo se llama "Mi amigo, el viejo", y así como otros artículos son soporíferos, éste es trepidante. Un abrazo. JUAN
ResponderEliminarMe gustó el final, cuando vuelve a su choza a leer palabras tan hermosas que a veces le hacían olvidar la barbarie humana...
ResponderEliminarBesos
Estupenda información, JUAN, muchas gracias. Al principio habla del síndico shuar que le dio información sobre esa vida. Debe ser "el viejo". Espero encontrarlo en la biblioteca municipal, para leer solo ese capítulo. Después de la novela, me resulta muy atractivo.
ResponderEliminarSin duda es un personaje fuerte y esos libros lo hacen más fuerte todavía, AQUÍ. También me gustó mucho cómo, por su conocimiento de la selva, adivina las causas reales de la muerte de los cadáveres que llegan por el río.
Un abrazo a los dos