Si el relato pertenece a la introducción que de cada cuento hace Rodrigo Fresán, irá en cursiva; si es del propio cuento, en redondilla normal. Si es un comentario mío, irá al principio, en redondilla y sin sangría.
Las joyas de los Cabot
En el primero de los extractos del cuento, describe magistralmente la diferencia entre Nueva York y los pueblos, desde el punto de vista de los del pueblo. En el segundo, repite magisterio comparando, en el mismo pueblo, la acomodada zona occidental y la paupérrima zona oriental. La clasificación social con descripciones literarias pero certeras es uno de sus puntos fuertes.
Parte del genio de John Cheever reside en que no importa por dónde se mueven sus personajes, ellos siempre habitarán un mundo capaz de cualquier transfiguración, un lugar donde tanto lo demoníaco como lo angélico tienen sitio y cuyo mapa se las arregla —en su aparente caos dionisíaco y belleza apolínea— para recordar en todo momento el Olimpo de los antiguos griegos, donde las distancias que separaban a los hombres de los dioses eran, a menudo, insignificantes.[...]«”Las joyas de los Cabot” es mi cuento más ambicioso técnicamente en el sentido de que me preocupé de cambiar sunota y afinación no sólo en cada párrafo sino casi en cada oración, porque ese es el modo en que vivimos, el modo en que conversamos y el modo en que nos amamos los unos a los otros...», explicó unavez el autor en una entrevista.
Por supuesto están los Lowell descarriados, los Hallowel descarriados, los Eliot, los Cheever, los Codman y los English descarriados, pero hoy nos ocuparemos de los Cabot descarriados. Amos venía de la costa meridional, y tal vez nunca oyó hablar de la rama de la familia que habitaba la costa norte. Su padre había sido rematante, lo cual en esos tiempos significaba una mezcla de actor y traficante de caballos, y a veces estafador. Amos poseía bienes raíces, era el dueño de la ferretería y los servicios públicos, y uno de los directores del banco. Tenía una oficina en el edificio Cartwright, frente a la plaza. Su esposa provenía de Conecticut, un lugar que para nosotros era entonces un desierto lejano, en cuya frontera oriental se elevaba la ciudad de Nueva York. Nueva York estaba poblada por extranjeros premioso, inquietos y avaros que no tenían carácter suficiente para bañarse con agua fría a las seis de la mañana y vivir serenamente una vida de horrible estío.[...]Los niños se ahogan, mujeres bellas sufren mutilaciones en accidentes de automóvil, los cruceros de placer naufragan y los hombres mueren lentamente en las minas y los submarinos, pero el lector no descubrirá nada de eso en mis relatos. En el último capítulo la nave llega a puerto, los niños se salvan, rescatan a los marineros. ¿Se trata de una enfermedad de la gente refinada o de la convicción de que existen verdades morales discernibles? El señor X defecaba en el primer cajón del armario de su esposa. Es un hecho, pero afirmo que no es una verdad. Cuando describo a Saint Botolphs prefiero quedarme en la orilla occidental del río, donde las casas eran blancas y repicaban las campanas de la iglesia; pero después de pasar el puente uno encontraba la fábrica de vajilla de plata, los bloques de pisos (propiedad de la señora Cabot) y el hotel comercial. Con la marea baja se podía oler el gasoil que venía del pequeño puerto de Travertine. Los titulares del periódico hablaban de un cadáver descubierto en el baúl. En las calles las mujeres eran feas.
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El ángel del puente
En la introducción, Fresán traza las claves. Añado la “superficialidad débil” de esas enfermedades (qué simple, pero milagrosa, solución tienen; cuando la tienen). Es importa cómo se gradúan afectando a “todos”: de ahí que sea algo no individual, sino “sociopolítico”. También es muy interesante su repugnancia a la fealdad urbana. Desde Europa, incluso en las cuidadas importantes, espantan esos largos callejones laterales que solo parecen servir para persecuciones policiales: la costra de la mugre pegada al brillo.
Para los primeros años de la década de los setenta, John Cheever no solo tenía problemas de alcoholismo sino que era asaltado una y otra vez por fobias aparentemente irracionales. “El ángel del puente” es el mejor de una serie de relatos “enfermos” a la vez que una de sus más logradas parábolas psicológicas, y está basado en el miedo autobiográfico apenas disfrazado —en las páginas que siguen— de condena a la sociedad moderna norteamericana con sus autopistas, música funcional y la falta de elegancia de sus iniciativas inmobiliarias.
y tuve la impresión de que todos éramos personajes de una sórdida y amarga tragedia, llevando cargas insoportables sobre nuestras espaldas, y separados del resto de la humanidad a causa de nuestras desventuras.
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El brigadier y la viuda del golf
Los seres humanos que presenta en este relato de los suburbios, que ahora identificamos muy bien por la serie Mad Men, son verdaderos desechos: matrimonios absolutamente muertos que siguen para hundir la vida del otro, traiciones, egoísmo infantil. Pero no pasa por alto que son, precisamente esos, los que dan forma al gobierno del país, que es el que manda sobre la mitad del mundo. Como dice varias veces el brigadier, “¡Hay que bombardear Cuba! ¡Hay que bombardear Berlín!¡Arrojémosles unos cuantos cacharros nucleares y demostrémosles quién manda!”. Mandan personas así. Varias de las cuales tienen su estúpido refugio antinuclear, que incluye una biblioteca, en un mueble de nogal, seleccionada por un profesor de Columbia para que ofrezca serenidad y paz.
«No quisiera ser uno de esos escritores que todas las mañanas comienzan el día exclamando:—¡Oh, Gogol, oh Chejov, oh Thackeray u Dickens! ¿Qué habrían hecho ustedes con un refugio antiaéreo adornado con cuatro patos de yeso, un bañadero para pájaros y tres gnomos de jardín de largas barbas y gorros rojos? —Como digo, no desearía empezar así el día, pero a menudo me pegunto qué habrían hecho los muertos. Pero el refugio es parte de mi paisaje tanto como las hayas y los castaños que crecen sobre el promontorio.»
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Las casas a orillas del mar
En el extracto del relato que pongo se revelan dos cosas: la banalidad de las situaciones que desembocan en desastres (el “grano de arena” al que se refirió con respecto a otro relato) y la capacidad de tratar la caída en media página de diálogo que describe sobre todo egoísmo y asuntos banales.
«Cheever era un hombre religioso. Y es esa creencia y ese sentimiento lo que a menudo hace que sus textos nos parezcan diferentes y más especiales que los de otros escritores de su tiempo», señaló Norman Mailer. Y el mismo Cheever jamás separó la literatura de Dios, considerando que se trataban de partes de una misma fuerza individual al declarar en una entrevista: «El atractivo que tiene para mí el sentido del pecado original es que se trata, creo, de una experiencia universal. Y la experiencia religiosa es, definitivamente, una de mis más legítimas preocupaciones, y me parece que debería serlo para cualquier adulto que alguna vez haya experimentado el amor [...]. La literatura es el único registro continuo y coherente de nuestra lucha para ser ilustres, un momento de aspiración, un vasto peregrinar. Una luz radiante, supongo, se origina con el fuego. Supongo que ése es también uno de los primeros recuerdos que puede tener cualquier hombre. En mi iglesia, la misa termina, claro, no con una plegaria, no con un amén. La misa termina con un acólito extinguiendo la llama de las velas... Luz, fuego, siempre han estado relacionados con la posibilidad de la grandeza del ser humano [...] Por lo que no me parece demasiado complicado ponerme de rodillas una vez por semana para agradecerle a Dios por la constante maravilla y la gloria de esta vida.
«... Sentía los efectos de la noche anterior, y me sentía dolorosamente depravado, culpable y sucio. Pensé que mejoraría si salía a nadar, y pregunté a mi esposa dónde estaban mis pantaloncitos.—Están por aquí —dijo contrariada—. A cada momento tropiezo con ellos. Los dejaste húmedos sobre la alfombra del dormitorio y yo los colgué de la ducha.—No están en la ducha —dije.—Bien, están por aquí —dijo—. ¿Has buscado sobre la mesa del comedor?—Mira, no sé por qué hablas de mis pantaloncitos como si se pasearan por la casa bebiendo whisky, pedorreando y contando cuentos verdes a los amigos. Sólo deseo encontrar un inocente par de pantaloncitos de baño. —Entonces estornudé y esperé que ella me dijese “salud” como hacía siempre, pero no dijo nada—. Y tampoco puede encontrar mis pañuelos —agregué.—Límpiate la nariz con papel higiénico —dijo.—No deseo limpiarme la nariz con papel higiénico —contesté. Seguramente alcé la voz, porque oí que la señora Whiteside llamaba a Mary-Lee y cerraba una ventana.—Dios mío, cómo me aburres esta mañana —dijo mi esposa.—Y tú me aburres desde hace seis años —repliqué.Tomé un taxi que me llevó al aeropuerto y un avión de regreso a la ciudad. Llevábamos doce años casados u habíamos sido amantes dos años, lo cual sumaba un total de catorce, y no volví a verla nunca.»
John Cheever, La geometría del amor, antologado y comentado por Rodrigo Fresán; traducción de Aníbal Leal. Colección Lingua Franca, Emecé.
me gustó mucho en su día
ResponderEliminarUn ratoncito me mostró este rincón secreto... no podría seguirte ahora en todas tus lecturas/locuras, pero es un placer leer estos fragmentos y a escondidas.
ResponderEliminarUn abrazo.
Joder.
ResponderEliminarJ.G. y Portorosa: estamos muy de acuerdo, me encantó cuando lo leí al poco de editarlo, pero esta segunda y despaciosa lectura me abre mundos.
ResponderEliminarZarzamora, aunque no oculto el lugar, más para mi disciplina y mi memoria, pero también para compartir, tampoco lo voy publicitando. Buen ratón para buena ratona.