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[Once meses sin aportar nada es demasiada vaguería. Quizá lo dejé porque lo que leo no suele estar en las mesas de novedades. ¿Qué importa?, me he dicho esta mañana. Esto es algo íntimo. Todo lo más, para curiosos].

lunes, 7 de febrero de 2011

Día 1990. Antología “La geometría del amor” de John Cheever. Los 6 primeros cuentos.

No pondré necesariamente algo de todos y cada uno de los cuentos. Salvo el nombre, como ayuda futura a la memoria. No es necesario decir de todos porque una vez puestos unos extractos de la relojería precisa de sus descripciones, o de los grandes principios o finales, no hay por qué repetirlos en los relatos siguientes. Por lógica, cada vez copiaré menos extractos. Si este pertenece a la introducción que de cada cuento hace Rodrigo Fresán, irá en cursiva; si es del propio cuento, en redondilla normal.

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Adiós hermano mío
... es, también, muestra representativa de uno de los grandes temas en el universo de Cheever: el amor fraterno como relación peligrosa —Caín y Abel revisitados una y otra vez— y la decadencia de una familia patricia.
[...]
... donde se consigue el tratamiento definitivo del problema, del sentimiento y de la obvia necesidad de exorcizar la figura de un hermano “oscuro”.
La figura del hermano en la ficción de Cheever no es otra que la de su hermano en la vida real, Fred Cheever, quien ... bien podría haber sido, durante un viaje de los hermanos a Alemania en 1931, el primer amante homosexual del escritor”.
[Cheever en sus Diarios tras el entierro del hermano] No echo de menos a mi hermano. Pienso que para él, como para mi madre, la muerte no tenía misterios. Solían decir que la vida era misteriosa y emocionante, pero la muerte no tenía la menor importancia. Un analista diría que si bien me despido sin dolor de mi hermano, durante el resto de mi vida buscaré en otros hombres el amor que él me brindaba `... Medio despierto recuerdo lo importante que mi hermano era para mí; era el centro de mi mundo, mi universo. Con él a mi lado nada podía hacerme daño.

[descripción del recibimiento a Lawrence, el hermano distinto a todos, en la casa de verano familiar] Ellas vestían sus mejores prendas y se adornaban con todas sus joyas, y le ofrecían una bienvenida extravagante; pero incluso entonces, cuando todos trataban de mostrarse muy afectuosos y en una situación en que esos esfuerzos son particularmente fáciles, advertí cierta tensión en la sala. Pensé en el asunto mientras ascendía la escalera llevando las pesadas maletas de Lawrence, y comprendí que nuestras antipatías están tan arraigadas como nuestras pasiones más dignas, y recordé que cierta vez, hacía de eso veinticinco años, cuando yo había golpeado a Lawrence en la cabeza con una piedra, él se había incorporado y había ido a quejarse directamente a nuestro padre.
[...]
[Un Grande Finale a lo Cheever: no estropea la lectura del cuento]
Oh, ¿qué puede hacerse con un hombre así? ¿Qué puede hacer uno? ¿Cómo disuadir a su ojo de modo que en una multitud no distinga la mejilla con acné, la mano deforme; cómo enseñarle a reaccionar ante la grandeza inestimable de la raza, y la dura belleza superficial de la vida; cómo llevar su mano para que palpe las verdades obstinadas ante las que el miedo y el error son impotentes? Esa mañana el mar apareció iridiscente y oscuro. Mi hermana y mi esposa —Helen y Diana— nadaban, y vi sus cabezas, negro y oro, en el agua oscura. Las vi salir y vi que estaban desnudas, desvergonzadas, bellas y plenas de gracia, y contemplé a las mujeres desnudas saliendo del mar.


El enorme receptor de radio
El enorme receptor de radio” —junto con “El nadador”— es el cuento de John Cheever que más suele figurar en antologías y, también, el más sujeto a múltiples representaciones y ensayos. No es casual, ya que se cuenta entre lo más representativo del autor—probablemente se trate de su mejor relato ciudadano antes de que el autor se mudara y mudara sus ficciones a los suburbios— a la vez que presenta un magistral tratamiento de uno de sus paisajes favoritos: la misteriosa vocación comunal del Mal.
“El enorme receptor de radio” es, además, uno de los muchos relatos tempranos de Cheever que tienen a un edificio de apartamentos —y las relaciones que dentro de él se dan—como territorio.

Jim e Irene Westcott eran la clase de personas que parecen responder a ese satisfactorio promedio de ingresos, conducta y respetabilidad indicado por los informes estadísticos en los boletines de exalumnos de las universidades. [tres líneas para que los imaginemos en su aspecto estadístico y social

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La cura
[este relato es el que de momento más me ha hecho cisco] De los Diarios: «Cuando la autodestrucción entra en el corazón, al principio parece un gran de arena. Es como una jaqueca, una indigestión leve, un dedo infectado; pero pierdes el tren de las ocho y veinte y llegas tarde para solicitar un aumento. El viejo amigo con quien vas a comer de repente agota tu paciencia y para mostrarte amable te tomas tres copas, pero el día ya ha perdido forma, sentido y significado. Para recuperar cierto propósito y belleza bebes demasiado en las fiestas y te propasas con la mujer de otro, acabas por hacer algo tonto y obsceno y a la mañana siguiente desearías estar muerto. Pero cuando tratas de repasar el camino que te ha conducido a este abismo, solo encuentras un grano de arena [...] Cuando leo “El enorme receptor de radio” pienso que uno de mis pecados es haber escrito demasiado; a veces les ha faltado pasión a mis motivaciones. “Adiós hermano mío” me parece demasiado circunspecto, mezquino. Me gusta “La cura”, pero es un estudio de la locura con una solución superficial; con todo, no voy a profundizar más en esa tormenta. ¿Qué está mal? ¿Dónde he fallado? No estoy lo suficientemente loco ni suficientemente cuerdo. Me parece que no tengo una concepción clara del mundo. ¿Puedo acusarme de falta de color, esa falta de claridad que respeto en otros? ¿Qué debo evitar? ¿Lo artificial, lo que carezca de vitalidad?»

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La geometría del amor
“La geometría del amor” —escrito durante una de las peores crisis alcohólicas de Cheever— funciona como doloroso mensaje apenas subliminal a su mujer, Mary Winternitz, a la vez que se destaca entre los relatos “fantásticos” del autor (“El ángel del puente”, “La cómoda” y “La profesora de música” son otros ejemplos de esta faceta) con su propuesta aparentemente absurda de aplicar las ventajas de la geometría euclidiana a las intermitencias proustianas del corazón.

... Estaba solo. Se sentía no tanto desgraciado como aturdido. No era que hubiese perdido el sentido de la realidad, sino que la realidad que él observaba había perdido su orden, su simetría. ¿Cómo podía aplicar la razón a la farsa del encuentro en Wollworth, y al mismo tiempo cómo podía soportar la sinrazón? Ya antes había apelado al sistema del olvido, pero no podía olvidar la voz aguda de Mathilda y el extraño escenario de la juguetería. Los malentendido teatrales con Mathilda eran usuales, y él solía enfrentarlos con buena voluntad, y trataba de descifrar la cadena de contingencias que habían desencadenado la escena.
[...]
... El factor más grave de la línea de Mathilda —el factor que amenazaba diferenciar su ángulo de los ángulos de Randy y Priscilla— era el hecho de que últimamente ella había tenido un amante ficticio.
Era una impostura usual en las esposas del parque Remsem, donde ellos vivían. Una o dos veces por semana Mathilda se vestía con sus mejores prendas, se ponía un poco de perfume francés y usaba el abrigo de piel, y después, hacia el final de la mañana, tomaba un tren que la llevaba a la ciudad.
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El ladrón de Shady Hill
No conforme con tener uno de los comienzos más célebres y más citados de John Cheever, “El ladrón de Shady Hill” es uno de sus relatos más famoso y, también, uno de sus favoritos [...] «mis cuentos preferidos son aquellos que fueron escritos en menos de una semana y, a menudo, compuestos en voz alta».

[el famoso principio] Me llamo Johnny Hake. Tengo treinta y seis años, y descalzo mido un metro setenta, desnudo peso setenta kilogramos, y por así decirlo ahora estoy desnudo y hablando a la oscuridad. Fui concebido en el Hotel Saint Regis, nací en el Hospital Presbiteriano, me crié en Sutton Place, fui bautizado y confirmado en San Bartolomeo, estuve con los Knickerbocker Grays, jugué al fútbol y al béisbol en Central Park, aprendí a actuar en el marco de los toldos de las casas de apartamentos del East Side, y conocí a mi esposa (Christina Lewis) en uno de esos grandes cotillones del Waldorf. Estuve cuatro años en la Marina, ahora tengo cuatro hijos, y vivo en una zona periférica llamada Shady Hill. Tenemos una bonita casa con jardín y un lugar exterior para asar carne, y las noches de verano, cuando me siento allí con los niños y miro la pechera del vestido de Christina que se inclina hacia adelante para salar la carne, o que simplemente contempla las luces del cielo, me emociono tanto como puede ser el caso con actividades más temerarias y peligrosas, y creo que a eso se refieren cuando hablan del sufrimiento y la dulzura de la vida.

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Una norteamericana culta

[sin extractos]


John Cheever, La geometría del amor, antologado y comentado por Rodrigo Fresán; traducción de Aníbal Leal. Colección Lingua Franca, Emecé.

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