Apenas he puesto extractos más que del carácter, y un poco de su perspectiva de la vida, de los dos hermanos. Nada he dicho de episodios tan importantes como el periódico eterno que buscaba hacer Langley: como todos los acontecimientos se repiten, comprar un solo número valdría para toda la vida. Ni de otros muchos. Tampoco me referiré al final. Un final que en novelas así te deja un poco en estado de duelo: una buena historia es una historia redonda, perfecta en sí misma, limitada por sus páginas. Cuando la has terminado solo podrás releerla, pero no hay nada más que leer. Pero además de los personajes en el recuerdo, queda una enorme fábula moral: esos dos hermanos que habitan en una gran casa que llenan hasta reventar de todo lo innecesario (porque cuando lo necesitan ya no lo saben encontrar) varias veces, hasta que los objetos dificultan su vida, ¿no nos hace pensar en nosotros y nuestro planeta?
84 apartados componen la novela, yo mismo los he marcado y contado. Una novela que las más de las veces te provoca risa hasta la tos, pero también te interesa, te transmite emoción, y sientes que te presenta unos personajes con un alto nivel moral: cierto que algo tarados, chiflados, pero son los únicos que dan una respuesta valiente a la sociedad. Es decir, que pierden con elegancia la guerra. No es la novela del siglo que dicen los editores; solo es una excelente novela más, de las que hacen que la literatura merezca la pena.
Me ha recordado, porque guarda cierto parentesco, a Bouvard y Pécuchet, la gran novela de Flaubert, que antes o después tendré que releer. Me ha parecido muy buena idea trasladar su muerte veintitantos años hacia el futuro, introduciendo Vietnam, los hippies. El extracto que copio se produce después de que han convivido un tiempo con hippies, dos hombres y tres mujeres, que los toman como gurús. Es la última gran fiesta, pero cuando llega el frío se tienen que ir, bajar a tierras más calientes. La escena que copio es la del Gran Apagón de Nueva York, de noviembre de 1965. Con toda esa casa a oscuras, lo mismo que la ciudad.
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En ese momento de nuestras vidas la casa era un laberinto de peligrosos caminos, erizados de obstáculos y callejones sin salida. Con luz suficiente, uno podía recorrer los zigzagueantes pasadizos entre los fardos de periódicos, o deslizarse de medio lado entre las pilas de material de un tipo u otro —entrañas de pianos, motores envueltos en su cableado eléctrico, cajas de herramientas, cuadros, planchas de automóvil, neumáticos, sillas amontonadas, mesas encima de mesas, cabezales de cama, toneles, pilas desmoronadas de libros, lámparas antiguas, piezas desmontadas de los muebles de nuestros padres, alfombras enrolladas, montañas de ropa, bicicletas—, pero se requerían las dotes naturales de un ciego capaz de percibir la posición de los objetos por el aire que desplazaban para llegar de una habitación a otra sin matarse en el intento. Así las cosas, tropecé en varias ocasiones, y una vez me caí y me hice daño en un codo, mientras localizaba a la gente empezando desde lo alto de la casa, pidiéndoles que me llamaran, uno por uno, a medida que descendía y diciéndoles que se sujetaran a mí, como vagones a una locomotora. Y de hecho resultó que me lo pasé en grande como inventor de ese tren humano que serpenteaba por la casa de los Collier, todos riendo o prorrumpiendo alaridos de dolor al golpearse las rodillas o tropezar. Y conforme se enganchaban nuevas personas, cada vez costaba más tirar del tren; era evidente que se habían instalado allí más amigos hippies de los que yo sabía. Por supuesto, Lissy fue la primera que encontré y sentí sus manos en mi cintura a la vez que oía su risa. ¡Qué chulada!, exclamó. Luego decidió que teníamos todo lo imprescindible para bailar la conga; ignoro cómo conocía un baile que pasó de moda antes de nacer ella. Pero allí estaba, empeñada en aleccionarnos, y a todos los que venían detrás, en ese un dos tres aon un contoneo de cadera, seguido de un ¡pumba!, extendiendo la pierna hacia fuera, lo que naturalmente sembró un caos aún mayor cuando los demás lo intentaros. Oí a Langley al final de la fila, y él también se divertía; fue increíble oír la risa resollante de mi hermano, realmente increíble. Y todo eso fue posible gracias a la oscuridad —la oscuridad de ellos, no la mía—, y cuando llegué al vestíbulo y descorrí el pasador de diez por cinco y abrí la puerta, pasaron todos por mi lado como pájaros al salir de la jaula, y creo que fue el beso de Lissy el que sentí en la mejilla, aunque podría haber sido Alba u Ocaso, y percibí el aire tonificante de la noche y me detuve en lo alto de la escalinata e inhalé la fragancia a tierra del parque, sazonada con el sabor metálico del claro de luna, y oí sus risas mientras cruzaban la calle a todo correr y entraban en el parque, todos, incluido mi hermano, aunque él volvería, los demás no, ya nunca más, sus risas se apagarían en los árboles, porque eso fue lo último que me llegó de ellos, sa habían ido
E.L. Doctorow, Homer y Langley; traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla; ediciones Miscelánea; primera edición de abril de 2010.
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