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[Once meses sin aportar nada es demasiada vaguería. Quizá lo dejé porque lo que leo no suele estar en las mesas de novedades. ¿Qué importa?, me he dicho esta mañana. Esto es algo íntimo. Todo lo más, para curiosos].

domingo, 26 de mayo de 2013

Día 1936. "El ángel Esmeralda", de Don DeLillo

Don DeLillo, El ángel Esmeralda. Seix Barral Biblioteca Formentor; edición española de 2012. Traducción de Ramón Buenaventura.




Estos nueve relatos son los únicos que ha publicado, una escasa cosecha para un novelista prolífico. Supongo que serían experimentos buscando una voz para una novela y le salieron tan redondos, o bien se agotaron en sí mismos, cerrándose a cualquier extensión: por eso son tan pocos.

He leído de él 3 novelas y tengo la seguridad de que leeré más (de hecho, ya tengo Americana en la mesa de “en espera pronta”). Pero con este libro tenía un conflicto, porque una amiga de la que me fío lo rechazó. Por una parte, ese rechazo (las coincidencias nunca son al 100%), por otra, mi placentera experiencia como lector suyo. O la frase de Paul Auster: «Nadie escribe mejor que Don DeLillo». O lo que escribió Martin Amis en The New Yorker sobre esta colección de cuentos: «DeLillo es el maestro del terror, del terror moderno o posmoderno, y de la forma en que se cierne y brilla en nuestras mentes subconscientes. Los dioses han dotado a DeLillo con las antenas de un visionario. Hay un lado derecho y un lado izquierdo. Pero el viene de un tercer lado, oblicuo, transversal. Me encanta El ángel Esmeralda».

Por si fuera poco, el traductor es Ramón Buenaventura, de quien puse en este blog 11 crónicas suyas sobre su traducción de Las correcciones de Franzen.

Además, mi gran genio, David Foster Wallece, dice maravillas sobre este autor.

Así que leí y releí estos relatos con la convicción de que mi amiga se equivocaba. Y se equivocó... o no. Porque hay autores que gustan especialmente a los lectores en los que provoca adicción ver (o no ser capaces de ver) cómo han cosido las historias.

Mi conclusión, que anticipo, es que es como esos grandes maestros del Zen que pueden tirar una piedra en una laguna sin que se formen ondas en la superficie. (Si esos maestros solo existen en el imaginario, por suerte DeLillo existe en la realidad.

***

El libro tiene tres partes, diferenciadas por las fechas de escritura. Advierto que he subrayado muy poco, quizá porque la escritura es tan natural que es como estar contemplando una escena. Ninguna apreciación que pretenda ser inteligente, o mostrar algo sobrenatural. Como mucho, los subrayados se deben a una relectura del párrafo que revelaba esa técnica de lo natural.

En la primera, dos relatos, Creación, de 1979. Forma parte de lo que escribía Amis del terror posmoderno. Te das cuenta que avanzamos con seguridad sobre el filo de una navaja, inconscientes de que podemos ser traicionados en cualquier momento por quien tenemos más cerca. Después, Momentos humanos de la Tercera Guerra Mundial, en el que dos astronautas, de psicología muy diferentes, conviven en una nave desde la que participan en esa guerra. En ningún momento se menciona lo que está sucediendo en el Planeta, pero la vida sigue, absurda, en el espacio. Un subrayado de las pp. 31-32 por el modo genial de dar información, muy brevemente, incluyendo ambiente y atmósfera:

«Esta es mi tercera misión orbital, la primera de Vollmer. Es un genio de la ingeniería, un genio de la comunicación y del armamento, y quizás otras modalidades de genio también. Como especialista en misiones me conformo con estar a cargo de ellas. (La palabra especialista, tal como la utiliza normalmente el Mando de Colorado, se aplica a quienes no tienen especialidad)».

Otro de la página 36. Este abre en canal la forma de pensar (experimentar la vida) de los dos personajes, Vollmer y el narrador. Casi no es escritura de ficción, sino el informe de una situación que te permite conocer el pasado de los dos personajes.

«A su manera, directamente y sonando como si dijera estupideces, el joven Vollmer afirma que la gente no está disfrutando con esta guerra tanto como siempre ha disfrutado y se ha nutrido de la guerra en cuanto intensidad enaltecedora, periódica. Lo que más rechazo de Vollmer es que muchas veces expresa mis convicciones más hondas y ocultas, las que sostengo más a regañadientes. Viniendo de ese rostro suave, en esa voz sostenida, seria y resonante, esas ideas me descorazonan y preocupan como nunca lo hacen cuando quedan sin decir. Yo quiero que las palabras sean secretas, que permanezcan aferradas a la oscuridad más profunda. La candidez de Vollmer deja al descubierto algo que duele».

La segunda parte tiene tres relatos: El corredor (1988), La acróbata de marfil (1988) y El ángel Esmeralda (1994), que da título al libro.

Del primero, diría que trata de la insignificancia moral de la vida. De la segunda, La acróbata, en lugar de subrayados pongo lo que anoté en la libretilla: “En una ciudad, Atenas, sometida a terremotos que parecen anunciar la no viabilidad de la vida, dos profesores extranjeros y pobres se cruzan. El relato no es una atmósfera creada con palabras que describen, son las palabras las que se convierten en una atmósfera de desasimiento”.

Así, saltándome subrayados, ahorro espacio y tiempo para poner algunos de El ángel, saltándome todo lo referente a este para que no haya spoiler. El argumento (sin la parte central) es la historia de dos monjas que viven en la peor zona de la ciudad, barrios pobres abandonados. Una es vieja y pertenece a la vieja escuela, la otra, joven, se entrega con esperanza de hacer el bien. Buscan coches abandonados (probablemente robados y abandonados), venden la dirección a un chatarrero y con ese dinero compran comida que reparten entre los escasos y peligrosos habitantes con la ayuda de unos okupas grafiteros. Los extractos a veces son descriptivos, a veces analíticos.

«La anciana monja se levantó con el alba, doliéndole todas las articulaciones. Llevaba levantándose con el alba desde sus días de postulante, arrodillándose en suelos de madera para rezar. Primero levantó la persiana. Es el mundo, lo de ahí afuera, manzanitas verdes y enfermedad infecciosa. La luz en franjas caía a lo largo de la habitación, impregnando las vetas tisulares de la madera de un antiguo resplandor ocre tan profundamente agradable en su trama y su coloración que tenía que apartar la vista o quedarse fascinada como una niña pequeña». (p. 83)

«Una hora después estaba con el velo y el hábito, ocupando el asiento del pasajero de una camioneta negra que se dirigía al sur desde el distrito escolar, pasando por la monstruosa vía rápida para tomar por las calles perdidas, un desperdicio de casas en ruinas y almas que nadie reclamaba. Era Grace Fahey quien iba al volante, una monja joven que vestía de seglar. Todas las monjas del convento llevaban faldas y blusas normales excepto sor Edgar, que tenía permiso de la congregación para ataviarse con las antiguallas de nombre arcano, la toca, el cíngulo y el griñón. Sor Edgar era consciente de que corrían rumores sobre su pasado, sobre cómo hacía girar en el aire el rosario de cuentas grandes y les cruzaba la boca a las alumnas con el crucifijo de hierro. Las cosas eran más sencillas antes. La vestimenta funcionaba por niveles, la vida no. Hace años que sor Edgar había dejado de pegar a las alumnas, antes incluso de ser demasiado vieja para dar clase». (p. 84).

«”Agujas en el rellano”, advirtió Gracie.
Cuidado con las agujas, no las pise, hábiles instrumentos que son del poco aprecio por uno mismo. A Gracie no le entraba en la cabeza que un adicto no pusiera especial cuidado en utilizar agujas limpias. Este fallo la hizo inflar de rabia los carrillos. Sor Edgar, en cambio, pensaba en el atractivo de la condenación, el mordisquito amoroso de aquel puñal de libélula. Sabiendo que no vales nada, lo único que puede gratificarte la vanidad es apostar contra la muerte» p. 91)

Cuesta creer cómo alguien se ha podido meter en la mente de dos monjas, una joven y una vieja. Eso, ya la capacidad de transmitirlo, lo convierten en el escritor superior que es. Pero no me resisto a poner otro, un poco más largo, que transmite la locura de la sociedad. El último. Han terminado la entrega de comida y Gracie deja a los grafiteros ayudantes (la “peña”) en una zona llamada El Pájaro.

«Gracie soltó a la peña en el Pájaro, en el preciso momento en que aparcaba un autobús. ¿Qué es eso, puedes creértelo? Un autobús turístico, pintado de carnaval, con un cartel enla ranura de encima del parabrisas en que se leía SOUTH BRONX SURREAL, Sur del Bronx surrealista. A Gracie se le hizo más intensa la respiración. Unos treinta europeos cámara en ristre bajaron tímidamente a la acera de las tiendas entabladas y las fábricas cerradas y contemplaron al otro lado de la calle el edificio abandonado, a media distancia.
Gracie, medio frenética, sacó la cabeza por la ventanilla y se puso a gritar:
—No es surrealista.  Es la realidad, es la realidad. Su autobús sí que es surrealista. Ustedes sí que son surrealistas».


Pienso que este grito de la monja a los turistas del mundo pobre, el de las últimas gotas de la resistencia y la vileza, a lo mejor el autor lo está diciendo como resumen de lo que es su obra y su visión del mundo: Es la realidad, es la realidad. Que queramos ver “la realidad”, depende ya de nosotros.

Ya he escrito demasiado (es decir, más que suficiente). Quedan los cuatro relatos de la tercera parte: Baader-Meinhof (2002), Medianoche en Dostoievski (2009), La hoz y el martillo (2022) y La Hambrienta (2011). No es por falta de ganas que no digo nada sobre ellos.


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