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[Once meses sin aportar nada es demasiada vaguería. Quizá lo dejé porque lo que leo no suele estar en las mesas de novedades. ¿Qué importa?, me he dicho esta mañana. Esto es algo íntimo. Todo lo más, para curiosos].

sábado, 22 de enero de 2011

día 1204. Pierre Michon es un Grande

Si me preguntaran qué me llevaría a una isla desierta, respondería que a Pierre Michon. Podría soportar las durezas del día solo por la esperanza de que por la noche me contara una historia. Investiga, juega, crea, pone ante tus ojos unos objetos y ves el paisaje entero, se entromete en el texto, opina, da sentido. Solo le falta darte un besito de buenas noches en la frente y arroparte.

Cuando terminas de leer un libro suyo, sigue palpitándote dentro. No olvidas que lo releerás, siempre lo hago con los suyos. Este, Los Once, ha sido novedad. Partiendo de un pintor que se ha inventado (quién supiera mucho de pintores para saber de quiénes ha ido tomando las moléculas) y de un cuadro que no existe, pero está en el Louvre, el narrador le cuenta a alguien que no aparece ni dice nada la historia del pintor, con sus antecedentes familiares, del cuadro que le encargan (un cuadro-trampa) y de los Once que componían el Comité de Salvación, que gobernó Francia sin ser los gobernantes, entre 1973 y 1974. Robespierre el incomentable.

Como muestra de su escritura, he dudado entre dos párrafos largos, uno en el que hace una breve mención de los Once, y otro en el que hablando del padre del pintor, cuenta el renacimiento de la humanidad que significaron los escritores de las Luces. He optado por este.

He leído, y releído, todo lo de Michon en español. Uno de ellos, en una editorial pequeña. De los cinco de Anagrama, salvo el primero, Vidas minúsculas, todos traducidos por María Teresa Gallego Urrutia. Me voy a permitir decir que es la mejor traductora del francés que tenemos. Los dos otros traductores de Michon son buenos, pero María Teresa es excepcional: parece una transustanciación de Michon al castellano. No de otro modo se puede entender ese lenguaje en el párrafo que copio. Que me perdone Pierre, pero leyendo estas traducciones me da miedo a veces que el original no esté a su altura.

*****

Ya está usted al tanto: el padre, aquel joven poeta de Iglesia, se sacudió para casarse la tutela de la Iglesia, como sucedía con frecuencia a la sazón: para casarse, porque la muchacha era guapa y rica; y porque, como él no era de esos clérigos con beneficio eclesiástico y partícula nobiliaria, que eran por entonces los amos del mundo y, consecuentemente, de las mujeres, sino un lemosín extraviado bajo el hábito y con un buen paso en lo referido a la fortuna, pero sin más, para gozar de una muchacha tenía que casarse con ella. Así que para casarse dejó plantada a la Iglesia; pero también para ejercer a tiempo completo el oficio de hombre o, más bien, eso que era, en la mente bizantina de un lemosín disfrazado, oficio de hombre. Las letras, caballero. Porque era la época en que la creencia literaria estaba empezando a desbancar a la otra creencia, a la grande y antigua, a dejarla limitada a su limitado momento histórico y a su limitado espacio, el reinado de Tiberio, los olivares del Jordán, y a asegurar que era en el espacio que le era propio, las páginas de las novelas y los pies forzados anacreónticos, donde lo universal se dignaba aparecerse. Dios cambiaba de nido, como si dijéramos. Y François Corentin fue uno de los primeros en caer en la cuenta; quiero decir que pertenecía a las primeras generaciones de hombres que cayeron en la cuenta, no con el intelecto, no, ni por malicia o cálculo, sino con el corazón, que cree que no calcula, por más que fueran sus arrebatos más calculadores que el sentido común iletrado de mil comerciantes en vinos, viejos y bribones. Se contaba François Corentin entre esos escritores que estaban empezando a decir, y seguramente a pensar, que el escritor valía para algo, que no era lo que hasta entonces había creído; que no era esa superfluidad exquisita para uso de los Grandes, esa frivolidad sonora, galante, épica, para que se la sacara un rey de la manga y la exhibiera ante jóvenes más o menos vestidas, en Saint-Cyr o en el Parque de los Ciervos; que no era un castrado ni un saltimbanqui; que no era un objeto hermoso engarzado en la corona de los príncipes; que no era una mujerzuela, ni un chambelán del verbo, ni un comisionado de festejos; nada de todo lo dicho, sino una inteligencia, un aglomerado potente de sensibilidad y de razón que había que incorporar a la masa humana para que fermentase; un multiplicador del hombre, igual que las retortas lo son del oro y los alambiques del vino; una máquina poderosa para incrementar la dicha de los hombres. Ese empujoncito tiene por nombre los escritores de las Luces, usted lo ha dicho, caballero. Y es cierto que estaban del lado de la luz, incluso y sobre todo si tenían la dolorosa certidumbre de ser un topo que asoma la nariz desde el patio de un sótano, pues, fueren cuales fueren la ilusión o la impostura fundadora, el trucaje para meter a Dios en el nido que le estaban preparando sus páginas, el apetito lemosín que los mantenía en pie, fueron, a su modo, la sal de la tierra. A su modo fueron esa levadura que querían ser: porque ese apetito lemosín habían conseguido transmutarlo en lo hondo de sí mismos, como por arte de magia, pero de forma muy verídica, en generosidad.
A eso perteneció, pues, Corentin: a las Luces, a la sal de la tierra, a ese gran apetito convertido en apetito de dar. Y, para salirse de la Iglesia, para abrazar a Suzanne, alegó de buena fe eso que se estaba empezando a llamar laicamente una vocación. La palabra, en este mundo, y muy en particular la palabra escrita, lo aplastaba: por eso abrazó un estado en el que el poder de la palabra fuera más eficaz, más absoluto, quizá, que en los de pedagogo o clérigo a los que lo destinaban: el de hombre de letras. Y los hombres de letras eran de París. Así que no bien gozó de la muchacha, no bien la gratificó con ese hijo, con ese tesoro de bucles rubios que baja corriendo la escalinata, se fue a donde lo llamaba su estado, a París.


Pierre Michon, Los Once. Traducción de María Teresa Gallego Urrutia. Colección Panorama de narrativas de Anagrama

6 comentarios:

  1. Michon es un gran escritor. Y se enunciará entre los grandes del final del siglo XX (otro será, en mi opinión, Sebald).
    El texto es muy representativo y (por tanto) magnífico, NáN.

    Un apretón de manos.

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  2. Compré "Mitologías de invierno. El emperador de Occidente". Y el traductor es otro: Nicolás Valencia.

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  3. Muchas gracias por esta entrada, Semivago, por la parte que me toca. Y también por descubrirme tu blog. Me dosificaré las lecturas en momentos selectos.

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  4. Maravillado. En cuanto pueda me haré con él. Qué grande, Michon.

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  5. Sí señor, JESÚS, ¡vaya párrafo para contar con pelos y señales ese segundo Renacimiento que es el Siglo de las Luces y el poder de creación de la escritura.

    Me alegro de que hayas llegado a él aquí. Aunque ya sé que varias obras de Michon las tienes muy bien leídas.

    Un abrazo

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