Cuando terminas un libro impactante empieza una fase gozosa. Ya has empezado otro pero empiezas a repasar los párrafos subrayados, intentando sacarles la intención, el subtema específico. No solo eso, empiezas a leer hacia atrás para tener ese párrafo en el contexto: es decir, haces una relectura parcial pero intensa.
Varias veces, durante la lectura del libro, volví a este párrafo. Con catorce años y medio, la madre muerta y la comunicación con el padre cortada, Amos Oz, que todavía no se llamaba así, le gano la guerra al padre y se fue a un kibbutz, en principio para pasar las vacaciones de verano y ver si le gustaba. Pero cuando terminó el verano, se cambió de nombre y se quedó allí, en el kibbutz Hulda, desde el 54 hasta el 85. Para el padre fue un golpe duro, porque toda su esperanza de superar su fracaso personal como intelectual reconocido las tenía en su hijo. Además, políticamente los kibbutzkim eran los “rojos”, otro intento de sociedad socialista e iluminada.
Este párrafo me transmite una insoportable sensación del fracaso de un padre, sensación que por el azar no he tenido personalmente, pero que puedo vivir como si fuera mía, angustiarme y dolerme con ella porque precisamente eso es la literatura. Es otra de las caras del horror. Aunque siempre hay, en el fracaso de los otros, un destello del nuestro personal.
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«Mi padre se levantó una media hora antes que yo: cuando sonó mi despertador él ya me había preparado para el viaje, bien envueltos en papel de caña, dos gruesos bocadillos, [...] Al cortar el pan para hacer los bocadillos, se le fue la mano y se cortó el dedo con el cuchillo afilado y, como seguía sangrando, antes de despedirnos le curé la herida. En la puerta me dio un abrazo tímido y luego otro, enérgico, inclinó la cabeza y dijo:
--Si de alguna forma últimamente te he herido, te pido perdón. Tampoco es fácil para mí.
Y de repente cambió de idea, se puso rápidamente una corbata y una chaqueta, y vino a acompañarme a la estación. Durante todo el tiempo, por las calles vacías de Jerusalén antes del alba, llevamos juntos, él y yo, el petate que contenía todas mis pertenencias. Mi padre se pasó todo el tiempo repitiendo sus bromas, sus viejos chistes y sus juegos de palabras. [...] Cuando subí al autobús de Haifa, mi padre subió detrás, discutió conmigo sobre dónde debía sentarme, volvió a despedirse y, por puro despiste, olvidó que no era un viaje de fin de semana a casa de una de mis tías en Tel Aviv y me deseó un buen fin de semana a pesar de que era lunes. Antes de bajar del autobús bromeó un rato con el conductor y le rogó que tuviese un especial cuidado conduciendo, pues en esa ocasión le había tocado llevar un gran tesoro. Después se fue corriendo a comprar el periódico, se quedó en el andén, me buscó con los ojos y le dijo adiós con tristeza al autobús equivocado.»
Amos Oz, Una historia de amor y oscuridad. Traducción de Raquel García Lozano. Ediciones Siruela, colección Debolsillo.
Buf. Qué triste es.
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