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[Once meses sin aportar nada es demasiada vaguería. Quizá lo dejé porque lo que leo no suele estar en las mesas de novedades. ¿Qué importa?, me he dicho esta mañana. Esto es algo íntimo. Todo lo más, para curiosos].

lunes, 17 de enero de 2011

día 1209. La Escuela Francesa de Pekín de Amélie Nothomb

Hija del embajador belga en Japón entre los 3 y los 5 años, de los 5 a los 8 vivió en Pekín, donde fue trasladado su padre. El libro en que lo cuenta es genial por muchos aspectos, tiene una visión de la niñez que coincide plenamente con la mía. He escrito sobre ella, lo he hablado en comentarios. La lógica de su niñez es implacable y absolutamente certera. Este extracto trata de la escuela de los hijos de diplomáticos,  encerrados en un gueto diplomático separado del de ingleses y estadounidenses, por una parte, y del de los soviéticos por otra; y lo cuenta de manera extraordinaria. Pongo ahora dos páginas dedicadas a esa escuela. Hay que tener en cuenta, cuando se refiere a la guerra, que en el gueto diplomático los niños habían decidido que la guerra se acabó en falso y la reeditaron, con los alemanes como el enemigo. Dedicaban a esa guerra todas sus energías y juegos.

*****

En septiembre, empezó la escuela.
Para mí, no se trataba de nada nuevo. Para Elena, fue la primera vez.
Pero la pequeña Escuela Francesa de Pekín no tenía mucho que ver con la enseñanza.
A nosotros, niños de todas las edades –con la excepción de los anglófonos y los germanófilos-, nos habría sorprendido sobremanera si nos hubiera sido revelado que frecuentábamos aquel establecimiento con el objetivo de aprender.
No lo habíamos notado.
Para mí, la escuela era una enorme fábrica de avioncitos de papel.
Hasta el extremo de que los profesores nos ayudaban a construirlos. Tenían sus motivos: al no ser ni profesores ni maestros, era más o menos lo único que podían hacer.
Aquella buena gente, benévola, había aterrizado en China por accidente, ya que podemos calificar de accidente una suma tan importante de ilusiones y de decepciones subsiguientes.
De hecho, aparte de los diplomáticos y de los sinólogos, todos los extranjeros que residían en China en aquella época estaban allí  por aquellas mismas razones “accidentales”.
Y como algo tenían que acabar haciendo aquellos infelices  una vez allí, iban a “enseñar” en la pequeña Escuela Francesa de Pekín.
Fue mi primera escuela. Allí fue donde seguí los tres años reputados más importantes. No obstante, por más que sondeo mi memoria, creo que no aprendí absolutamente nada, salvo a fabricar avioncitos de papel.
No era grave. Sabía leer desde los cuatro años, escribir desde los cinco años, y atarme los cordones de los zapatos desde la prehistoria. No tenía, pues, nada que aprender.
A los profesores se les asignaba una tarea sobrehumana: impedir que los niños se mataran entre sí. Y lo conseguían. Así pues, hay que felicitar a aquella gente admirable y hacerse cargo de que, en semejantes condiciones, enseñar el alfabeto habría constituido un lujo descabellado para idealistas de fin de siglo.
Para nosotros, niños de todas las nacionalidades, la enseñanza no era más que una mera prolongación de la guerra por los mismos medios.
Pero con una singular diferencia: en la pequeña Escuela Francesa de Pekín no había alemanes. Ellos iban a la Escuela de Alemania del Este.
Resolvimos aquel incómodo detalle con una reglamentación genial y espantosa: en la escuela, todo el mundo era el enemigo.
Y como el establecimiento era de muy reducidas dimensiones, nos destruíamos los unos a los otros con extraordinaria facilidad: no era necesario buscar al enemigo, estaba en todas partes, al alcance de la mano, de los dientes, de los pies, de los escupitajos, de las uñas, del cráneo, de la zancadilla, de la orina y del vómito. Bastaba con agacharse.
Aquella escuela era tanto más pintoresca por cuanto una cuarta parte de sus alumnos no sabían una palabra de francés, y ni siquiera habían tenido jamás la intención de aprender una. Sus padres los habían aparcado allí porque no sabían exactamente dónde meterlos y porque querían estar tranquilos para poder saborear, entre adultos, los placeres del régimen local.
Así pues, contábamos entre nosotros con pequeños peruanos y otros marcianos, que torturábamos a nuestro antojo y cuyos gritos de horror resultaban totalmente incomprensibles. Conservo inmejorables recuerdos de la Escuela Francesa.

Amélie Nothomb, El sabotaje amoroso; traducción de Sergi Pamies. Editorial Anagrama.

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