Leer esta novela es como cuando ibas de niño al cine y te lo creías todo. Comprabas la historia entera. El personaje es una niña de entre 5 y 8 años, la narradora es una escritora adulta: las vemos a las dos, sabemos que lo que dice la niña depende lingüísticamente de la adulta, que la niña no podía elaborar ese lenguaje, pero sabemos que lo que dice la niña es la verdad. Lo sentimos. Todo es (magníficamente) creíble, probablemente porque subyace una verdad psicológica compartida con el lector.
Veamos el ejemplo del caballo. La novela empieza así:
A galope tendido de mi caballo, cabalgaba entre los ventiladores.
Tenía siete años. Nada resultaba más agradable que sentir aquel exceso de aire en el cerebro. Cuanto más silbaba la velocidad, más entraba el oxígeno en el cerebro.
Aunque se puede pensar que la hija del embajador belga en Pekín “podría” tener un caballo, no lo es que con 7 años galopara en su caballo por la ciudad. No importa, hay tanta verdad en ese caballo que lo aceptamos como tal, y en él pasa montada una parte no despreciable de la novela. Como lector no dudo: funciona como un caballo y ¡es! un caballo. La niña se ha enamorado de la hija del embajador italiano y quiere reclamar su atención:
--Tengo un caballo.--Me miró con una expresión incrédula. Yo no cabía en mí de gozo.--¿Un caballo de peluche?--Un caballo sobre el que galopo a todas partes.--Un caballo aquí, en San Li Tun? ¿Y dónde está?Su curiosidad me encantó. Corrí a los establos y volví al lomo de mi montura.Con una sola mirada, mi bien amada se hizo cargo de la situación. Se encogió de hombros y, con una indiferencia absoluta, sin siquiera concederme la limosna de una broma, dijo:--Eso no es un caballo, es una bici.--Es un caballo –dije sin perder la calma.
Dos páginas después, la narradora adulta, con un lenguaje elaborado, expresa la voluntad y el deseo puros de la niña protagonista:
Elena es ciega. Este caballo es un caballo. Desde el momento en que existe liberación por la velocidad y el viento, existe el caballo. No llamo caballo a lo que tiene cuatro patas y produce cagajón, sino a lo que maldice el suelo y me aleja de él, a lo que me levanta y me obliga a no caer, a lo que me pisotearía hasta la muerte si cediera a la tentación del fango, a lo que me hace bailar el corazón y relinchar el estómago, a lo que me transporta a una velocidad tan frenética que tengo que cerrar los párpados con fuerza, ya que la luz más pura nunca deslumbrará tanto como la bofetada del aire.
Y ya puedo segur leyendo que cabalga, porque no soy ciego, como su bienamada Elena, y sé que es un caballo.
Amélie Nothomb, El sabotaje amoroso; traducción de Sergi Pamies. Editorial Anagrama.
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